martes, 31 de agosto de 2010

¿UNA CONSTITUCIÓN EUROPEA?

Artículo publicado por Felix Ovejero  Lucas en Cuadernos de Materiales número 21
"Mi intención es examinar tres modos diferentes de entender la Constitución europea y aquilatarlos a la luz de dos de los problemas que creo son importantes, tal vez los más importantes, que tienen ante sí las sociedades modernas y en particular la Unión Europea. Cada una de esas tres perspectivas se corresponde con una inspiración normativa diferente y cristalizaría en un escenario constitucional distinto. No se han formulado explícitamente, salvo en el caso de las reflexiones procedentes de filósofos políticos, pero creo que están en la trastienda de muchas discusiones acerca de la Convención. Advierto en todo caso que esas perspectivas se refieren al producto final, a los principios que deberían inspirar a la Constitución, no a cómo se llega a ella, a cómo elaborarla. En ese sentido, no me ocuparé de si la Constitución europea es resultado de un proceso deliberativo o negociador, participativo o del "benigno despotismo" del que hablaba Delors. Además, mi exposición implícitamente asume que, en contra de lo que algunos sostienen, no existe de facto una Constitución europea asentada en los diversos tratados o en la jurisprudencia y asume también, claro es, que esa constitución que no existe es deseable. El problema que me ocupará es su inspiración.

La primera estrategia que llamaré del "reglamento y del interés común" entiende que hay una serie de retos comunes (seguridad, Globalización, mercados, ambientales y, en general, todos aquellos que tienen que ver con externalidades económicas y bienes públicos) que se abordan mejor aunando esfuerzos y coordinándose que a través de respuestas individuales. Del mismo modo que la constitución de los mercados nacionales exigía acabar con las barreras feudales que impedían la movilidad de gentes y de bienes o con la diversidad de sistemas de pesas y medidas, la coordinación de una serie de actividades y la necesidad de evitar ciertos costos generales de acciones tomadas individualmente requeriría un conjunto de reglas coordinadas que resuelva los problemas de interés común y un sistema de protección que evite las interferencias mutuas. En ese sentido, la Unión tendría sentido siempre que salga a cuenta a cada uno de los Estados. En tal caso, la constitución vendría a ser algo así como un código de circulación, como un reglamento de juego neutral que a cada uno le permite saber a qué atenerse.



La segunda estrategia es la de la "identidad". Está en las antípodas de la anterior. Parte de la presunción de que existe un conjunto de herencias históricas que permitirían reconocer una suerte de alma europea que debe cristalizar en la constitución. Por supuesto, no faltan las discrepancias acerca de cuál es el contenido de esa identidad: ¿el cristianismo, la ciencia moderna, el derecho romano, el código napoleónico, la democracia, el movimiento obrero, los nacionalismos, las guerras de religión, los derechos sociales, etc? De esa larga lista cada uno escoge lo que quiere según su particular afinidad. En este caso, la constitución tendría que estar cargada de contenido, de unos supuestos "valores europeos", que habría que cultivar y que, además, permitirían, por así decir, realizar el test de europeidad.



La tercera estrategia es la cívica. Como la primera destaca la idea de interés compartido pero la entiende como interés general. Como la segunda subraya la importancia de ciertos valores, pero no porque sean los que "se llevan por aquí", sino porque los juzga fundamentales para el buen funcionamiento de una sociedad democrática. Los derechos no deben defenderse para evitar que nos molesten los otros, frente a los otros, como pensaría la primera estrategia, ni porque son una invención europea, como diría la segunda, sino porque se consideran importantes para la propia autonomía de los individuos, porque, entre otras cosas, permiten a los ciudadanos criticar y revisar la propia historia a la luz de su propia convivencia con los demás. Puede reconocer que el Estado del bienestar es una herencia pero no lo defiende por eso, sino porque sólo en una sociedad en donde no existen agudas disparidades los ciudadanos se reconocen como miembros, están dispuestos a participar y a defender una compartida comunidad de justicia y de decisión política. Por eso mismo, aun reconociendo que los nacionalismos son también parte de la historia europea, esta perspectiva creería que deben combatirse en tanto exigen la pertenencia a la comunidad cultural para permitir el acceso a la condición ciudadana, a la comunidad política.



Los retos con los que quiero enfrentar estas perspectivas son dos: el primero es el "déficit democrático", que es algo más que la falta de representatividad y de responsabilidad de las instituciones, que es también el de la participación y el compromiso de los ciudadanos; el segundo es el problema de la convivencia de gentes de culturas bien diferentes que, aunque la incluye, es algo más que la inserción ciudadana del fenómeno migratorio. Creo que las dos están imbricadas y se pueden formular en una presentación compacta, en forma de pregunta: si es el caso, y parece que así es, que la comunidad política europea ha de dar cobijo a gentes de diversas culturas, ¿cómo se puede asegurar que, con todo, esas mismas gentes se puedan reconocer en un marco político que sea algo más que unas reglas de juego, con las que difícilmente se sentirían comprometidos como ciudadanos, pero que tampoco se configure desde una particular identidad que inevitablemente resulta excluyente, esto es, que aleja a algunos ciudadanos de la participación y del compromiso con la defensa de los derechos y de los principios de justicia? Con todo, por claridad expositiva, creo que es mejor tratarlos de un modo independiente.



Para la perspectiva del "reglamento y los intereses comunes", en principio, no es un problema el compromiso de los ciudadanos con las instituciones europeas. En buena medida es la que ha escrito la mayor parte de la historia de la Unión europea: en un mercado no se presumen mayores lealtades, sólo, y circunstancialmente, intereses comunes, coaliciones. Desde esta perspectiva, el "déficit democrático" no es un problema sino un estado normal. Lo que se necesitan son gestores, árbitros, que coordinen y penalicen a los infractores y en todo caso, de lo que se trata es de que dispongamos de un sistema que permita sustituirlos cuando no son eficientes o neutrales. De todos modos, cuando las cosas se miran de cerca resultan más complicadas. No voy a ocuparme de si en un sistema con baja participación ciudadana la eficiencia y la neutralidad son posibles. Creo que hay sólidas razones que muestran que sin participación no hay instituciones eficientes y, además, es más propicia la corrupción y, por ende, la arbitrariedad. En todo caso, creo que las dificultades son insalvables en una Europa ampliada: entre dos es más fácil coordinar intereses que entre muchos y, además, las cosas son más graves cuando los otros aparecen como rivales con intereses distintos u opuestos, como sucede con esta perspectiva. Respecto al problema de la convivencia de culturas, el punto de vista del reglamento, que asume que cada uno procura por los suyos, se enfrenta al clásico problema de las dictaduras de las mayorías y el único modo de evitar que los "intereses de los más" se impongan es mediante complicados diseños institucionales, de sistemas de bloqueos, de pesos y contrapesos, que en escenarios complejos y de intereses contrapuestos acaban por paralizar el funcionamiento de las instituciones.



La perspectiva de la "identidad" encalla de un modo muy natural en el segundo de los retos. Cualquier intento de fijar una "cultura" europea que destaque ciertas tradiciones e intente dotarlas de cuaje constitucional acaba por excluir a buena parte de los ciudadanos de la comunidad. No se trata sólo de los que "vienen de fuera", de los que no participan de supuesta cultura europea, sino también de los de dentro: no se puede ignorar que la historia de Europa es una historia de conflictos y enfrentamiento y que va de suyo que destacar una herencia supone negar otras. El primer reto, el de la participación, en este caso, es casi una consecuencia del segundo: una Europa, si se me permite la expresión, de valores "densos" a lo sumo aseguraría la participación de aquellos que se reconocen en ellos, pero también se aseguraría no ya la indiferencia, sino directamente la hostilidad de los excluidos. Estos no se reconocerían en las instituciones, no las sentirían como suyas, y ello haría imposible el compromiso, desde los propios valores, con las decisiones adoptadas.



Creo que la perspectiva cívica está en mejores condiciones de encarar los dos problemas. De hecho, los aborda a la vez, desde la unidad que se reflejaba en la formulación compacta de los dos problemas que antes he hecho. Los valores cívicos –y, en particular, la participación democrática, la sensación de que la propia voz cuenta– son los que proporcionarían el fermento cohesionador, la identidad europea, identidad elegida y en condiciones de revisarse. Dicho sea de paso, no podemos extrañarnos de las reservas de los europeos hacia Europa cuando, a la vez, perciben que las medidas comunitarias alcanzan cada vez a más aspectos de sus vidas mientras que su capacidad de control y participación es el mismo, esto es, bien poco. Por supuesto, esos valores se corresponden con una herencia europea, con una entre otras, pero no se justifican desde la historia, sino porque aseguran un modo justo de resolver los problemas, un modo en donde todas las opiniones pueden exponerse y se calibran por las buenas razones que las avalan, no por la fuerza de los intereses que los respaldan ni por formar parte de la historia, por haber llegado ayer o anteayer. Es de ley reconocer que esta perspectiva no está exenta de otras dificultades de las que sólo quiero mencionar dos. La primera: el proyecto cívico resulta difícil de materializar en una sociedad que a las diferencias culturales une agudas disparidades económicas: la participación y el compromiso en la defensa de los intereses de todos son imposibles si los ciudadanos no entienden que opera algo así como un principio de "los unos por los otros". La segunda dificultad es la de si los principios cívicos (tolerancia, deliberación, autonomía, igualdad, etc.) conforman un terreno suficiente para proporcionar una "identidad" –he de confesar que no me gusta la palabra– con la que los ciudadanos se reconozcan y comprometan al modo como lo hacen con sus valores "nacionales". No me resisto a decir para terminar que creo que las dos objeciones no son insalvables. La primera lo único que nos indica es que la democracia resulta imposible sin algo parecido a una sociedad del bienestar y, en ese sentido, es más una solución que un problema: hemos de incluir en el proyecto constitucional, por razones democráticas, la herencia del Estado del bienestar y de los derechos sociales. La mejor prueba de que la segunda objeción es superable son los propios nacionalismos: como han argumentado importantes estudiosos del fenómeno, "los nacionalismos se inventan la nación", crean una mitología, una "identidad" que convierten en fuerza movilizadora, por lo general frente a otros, y que consiguen extender a poblaciones que cierto día descubren que "tenían una identidad"; dicho de otro modo, y para lo que nos interesa, no parece imposible "crear" identidades compartidas, esta vez sobre los valores del respeto, la tolerancia y la igualdad, en este caso sobre valores cívicos, y ello será más fácil cuando el propio marco constitucional recoge la participación no excluyente, la posibilidad de que la propia voz sea atendida, y las condiciones mínimas de igualdad material."

Félix Ovejero  Lucas es profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona

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