Artículo de Manuel Muela publicado en El Confidencial:
"El final del semestre de la Presidencia de la UE, que culmina con un clima de crisis generalizada y con el desarbolamiento del Gobierno y de las instituciones, alimenta la hipótesis de unas elecciones generales anticipadas como medio para superar el marasmo de la política española. Es lógico y comprensible que se piense en esa salida democrática normal; lo que sucede es que en España tenemos una democracia limitada, controlada por la superestructura de los partidos dominantes, que cuentan con la complicidad de los grandes medios de comunicación. Todos conforman un sistema, bloqueado y resistente al cambio, que carece de capacidad para dar respuesta ordenada y plural a los problemas políticos y económicos que asolan la nación. Por eso, cualquier consulta electoral debería venir precedida por la constitución de un gobierno de emergencia, que en los próximos dos años restableciera la confianza en la economía y elaborara los proyectos de cambios jurídico-constitucionales indispensables para renovar el orden constitucional.
Del estado de cosas actual no son personalmente responsables, al menos en grado máximo, quienes ocupan las instituciones, porque ellos mismos son el producto de un diseño político y constitucional, cuyos frutos estamos recogiendo en el peor de los momentos. Porque el modelo constitucional de España se funda en la desconfianza hacia la sociedad con la creación de un sistema partitocrático, impermeable a los cambios y proclive al clientelismo: aunque cueste reconocerlo, el orden imperante es una versión actualizada de las viejas políticas caciquiles que han impregnado, sin solución de continuidad, casi toda la experiencia constitucional de España.
La tela de araña del tinglado económico e institucional, acompañada por los resortes de que disponen los poderes públicos en un Estado moderno, por débil que éste sea, dota a sus responsables de una seguridad, que se ve incrementada por la paciencia y por la sumisión de la sociedad encorsetada dentro de la dictadura de lo “políticamente correcto”, a la que además se procura anestesiar desde las grandes plataformas de comunicación.
El Estado, al servicio de las élites
El Estado en España, también su economía, ha continuado al servicio de unas élites políticas y empresariales ávidas de administrar y obtener beneficios de los ingentes recursos de que ha dispuesto nuestro país desde su ingreso en la Unión Europea, en 1985, cuyo 25 aniversario se acaba de conmemorar con más pena que gloria. Nuestro modelo productivo se ha basado principalmente en el endeudamiento y la especulación: han sido más de veinte años de exuberancia con la que se han abastecido sobradamente las arcas de las diferentes administraciones públicas y se ha elevado artificialmente, gracias al crédito barato, el nivel económico de las familias y de las empresas. En vez de sembrar la riqueza, se optó por el aprovechamiento fácil y rápido sin prever el futuro.
Pero el estrangulamiento financiero surgido en el verano de 2007 puso de manifiesto que los cimientos económicos de España eran débiles, aunque costara reconocerlo. Primero fue la indiferencia, luego la confianza en que era una tormenta pasajera, para desembocar después en la incredulidad y el desconcierto. Y ahí seguimos, perseguidos ahora por los otrora generosos acreedores extranjeros, que quieren cobrar sus deudas, sin pararse a pensar si el deudor está en condiciones de hacerlo en tiempo y forma. Las recetas son de lo más variopinto y el Gobierno, aturdido, chapotea en el lodo de la crisis con la certeza de ser el único chivo expiatorio: es la consecuencia del culto a la personalidad que ha adornado a los jefes de gobierno de la Transición.
Los españoles, a los que casi nadie explicó que las deudas hay que pagarlas, observan sorprendidos como los grandes responsables de la quiebra del país imparten con descaro las recetas para superarla, sin asumir responsabilidad alguna y pretendiendo mantener sus posiciones de privilegio político y económico. Una injusticia flagrante, que se sublima con la utilización instrumental de un gobierno denominado socialista, cuyo papel debe ser la venta de la postración para los más, adobándola con alguna demagogia del estilo de que van pedir dinero a los ricos.
Pero el trance de nuestra economía y de nuestras finanzas es tan apurado, y la falta de crédito del sistema, colapsado, tan evidente, que se requiere un gobierno democrático fuerte y solvente, que intente restaurar la confianza interna y externa, para acometer la renegociación de la deuda pública y privada, sin esperar a que ello se produzca en peores condiciones en los meses venideros. Porque no cabe engañarse sobre cuánto durará la respiración asistida del Banco Central Europeo: nuestra capacidad de negociación se tendrá que basar en la anticipación de proyectos de ajuste fiscal, fundamentalmente por la vía del gasto, y la limpieza y ordenación de los balances de las entidades crediticias, cuyo propio crédito está en entredicho. Ya pasó el tiempo de los señuelos y de la simulación.
En el plano político, ese Gobierno debería impulsar los cambios necesarios en la legislación electoral y en la ordenación del Estado, para superar su fragmentación actual y recuperar todos los equilibrios y capacidades perdidos. España no puede, ni debe, continuar con un Estado hipertrófico, que no cumple con las funciones básicas de garantizar la igualdad, la libertad y la justicia. Es ineludible, pues, refundar el Estado y proponer un modelo más acorde con nuestras necesidades y posibilidades, para hacer frente al tiempo de moderación y austeridad. Los españoles, y probablemente nuestros omnipresentes acreedores y socios de la UE, respaldarían el proyecto.
Anticipar elecciones, sin profundos cambios previos, sería, en mi opinión, mandar un mensaje de continuidad en el error de las políticas caducas y de la transigencia con los modelos fracasados. Sería apostar por una larga y triste decadencia. Como en el Senado de la vieja Roma, caveant consules"
Del estado de cosas actual no son personalmente responsables, al menos en grado máximo, quienes ocupan las instituciones, porque ellos mismos son el producto de un diseño político y constitucional, cuyos frutos estamos recogiendo en el peor de los momentos. Porque el modelo constitucional de España se funda en la desconfianza hacia la sociedad con la creación de un sistema partitocrático, impermeable a los cambios y proclive al clientelismo: aunque cueste reconocerlo, el orden imperante es una versión actualizada de las viejas políticas caciquiles que han impregnado, sin solución de continuidad, casi toda la experiencia constitucional de España.
La tela de araña del tinglado económico e institucional, acompañada por los resortes de que disponen los poderes públicos en un Estado moderno, por débil que éste sea, dota a sus responsables de una seguridad, que se ve incrementada por la paciencia y por la sumisión de la sociedad encorsetada dentro de la dictadura de lo “políticamente correcto”, a la que además se procura anestesiar desde las grandes plataformas de comunicación.
El Estado, al servicio de las élites
El Estado en España, también su economía, ha continuado al servicio de unas élites políticas y empresariales ávidas de administrar y obtener beneficios de los ingentes recursos de que ha dispuesto nuestro país desde su ingreso en la Unión Europea, en 1985, cuyo 25 aniversario se acaba de conmemorar con más pena que gloria. Nuestro modelo productivo se ha basado principalmente en el endeudamiento y la especulación: han sido más de veinte años de exuberancia con la que se han abastecido sobradamente las arcas de las diferentes administraciones públicas y se ha elevado artificialmente, gracias al crédito barato, el nivel económico de las familias y de las empresas. En vez de sembrar la riqueza, se optó por el aprovechamiento fácil y rápido sin prever el futuro.
Pero el estrangulamiento financiero surgido en el verano de 2007 puso de manifiesto que los cimientos económicos de España eran débiles, aunque costara reconocerlo. Primero fue la indiferencia, luego la confianza en que era una tormenta pasajera, para desembocar después en la incredulidad y el desconcierto. Y ahí seguimos, perseguidos ahora por los otrora generosos acreedores extranjeros, que quieren cobrar sus deudas, sin pararse a pensar si el deudor está en condiciones de hacerlo en tiempo y forma. Las recetas son de lo más variopinto y el Gobierno, aturdido, chapotea en el lodo de la crisis con la certeza de ser el único chivo expiatorio: es la consecuencia del culto a la personalidad que ha adornado a los jefes de gobierno de la Transición.
Los españoles, a los que casi nadie explicó que las deudas hay que pagarlas, observan sorprendidos como los grandes responsables de la quiebra del país imparten con descaro las recetas para superarla, sin asumir responsabilidad alguna y pretendiendo mantener sus posiciones de privilegio político y económico. Una injusticia flagrante, que se sublima con la utilización instrumental de un gobierno denominado socialista, cuyo papel debe ser la venta de la postración para los más, adobándola con alguna demagogia del estilo de que van pedir dinero a los ricos.
Pero el trance de nuestra economía y de nuestras finanzas es tan apurado, y la falta de crédito del sistema, colapsado, tan evidente, que se requiere un gobierno democrático fuerte y solvente, que intente restaurar la confianza interna y externa, para acometer la renegociación de la deuda pública y privada, sin esperar a que ello se produzca en peores condiciones en los meses venideros. Porque no cabe engañarse sobre cuánto durará la respiración asistida del Banco Central Europeo: nuestra capacidad de negociación se tendrá que basar en la anticipación de proyectos de ajuste fiscal, fundamentalmente por la vía del gasto, y la limpieza y ordenación de los balances de las entidades crediticias, cuyo propio crédito está en entredicho. Ya pasó el tiempo de los señuelos y de la simulación.
En el plano político, ese Gobierno debería impulsar los cambios necesarios en la legislación electoral y en la ordenación del Estado, para superar su fragmentación actual y recuperar todos los equilibrios y capacidades perdidos. España no puede, ni debe, continuar con un Estado hipertrófico, que no cumple con las funciones básicas de garantizar la igualdad, la libertad y la justicia. Es ineludible, pues, refundar el Estado y proponer un modelo más acorde con nuestras necesidades y posibilidades, para hacer frente al tiempo de moderación y austeridad. Los españoles, y probablemente nuestros omnipresentes acreedores y socios de la UE, respaldarían el proyecto.
Anticipar elecciones, sin profundos cambios previos, sería, en mi opinión, mandar un mensaje de continuidad en el error de las políticas caducas y de la transigencia con los modelos fracasados. Sería apostar por una larga y triste decadencia. Como en el Senado de la vieja Roma, caveant consules"
Manuel Muela es Presidente del CIERE
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