Artículo publicado por Paolo Flores d' Arcais el 25-10-2009 en el diario El País
Creo haber escrito mi primer artículo sobre “la crisis de la socialdemocracia” hace aproximadamente un cuarto de siglo, y eran ya muchos quienes me habían precedido. Sirva ello para explicar que el tema no es nuevo y que puede decirse que las socialdemocracias, en cierto sentido, siempre han estado en crisis (excepto las escandinavas, que nunca llegaron a crear escuela). La raíz de tal crisis reside en efecto en la desviación (un abismo a menudo) entre el dicho y el hecho que las aqueja. La socialdemocracia nació como una alternativa al comunismo en la defensa de la igualdad contra el sistema de privilegios. La alternativa al comunismo se ha conservado (con toda justicia) pero la batalla por la igualdad (es decir, la lucha contra los privilegios) se ha visto reducida a flatus vocis, incluso en su fórmula minimalista de la “igualdad de oportunidades de arranque”, que llegó a ser teorizada por numerosos liberales como corolario de la meritocracia individual.
Resulta por ello más fácil recordar los raros momentos en los que la socialdemocracia alimentó realmente esperanzas: el laborismo de la inmediata posguerra, que implanta con Attlee el estado de bienestar teorizado por Beveridge; los años de Brandt, que el 7 de diciembre de 1970 se arrodilla en el gueto de Varsovia; la época de Mitterand, que interrumpe la larga hegemonía gaullista que pesaba sobre Francia casi como destino (o condena). Logros reformistas, a los que las propias socialdemocracias no han dado continuidad. La política del estado de bienestar se detuvo apenas un poco más allá del servicio nacional de salud (que además se burocratizó rápidamente). La desnazificación radical de Alemania, que los gobiernos democristianos habían descuidado, no se vio enraizada en similares transformaciones de las relaciones de fuerzas sociales. Y la unidad de la izquierda de Mitterrand, tras la prometedora y brevísima época de los “clubes”, se resolvió mediante compromisos entre los aparatos de partido, no en un acrecentamiento del poder efectivo de los ciudadanos.
Porque esa es la cuestión -no secundaria en absoluto- que los análisis de la “crisis de la socialdemocracia” no suelen tener en cuenta. El carácter de aparato, de burocracia, de nomenclatura, de casta, que han ido adquiriendo cada vez más, incluso en la izquierda, quienes, por decirlo con palabras de Weber, “viven de la política” y de la política han hecho su oficio. La transformación de la democracia parlamentaria en partidocracia, es decir, en partidos-máquina autorreferenciales y cada vez más parecidos entre sí, ha ido haciendo progresivamente vana la relación de representación entre diputados y ciudadanos. La política se está convirtiendo cada día más en una actividad privada, como cualquier otra actividad empresarial. Pero si la política, es decir, la esfera pública, se vuelve privada, lo hace en un doble sentido: porque los propios intereses (de gremio, de casta) de la clase política hacen prescindir definitivamente a ésta de los intereses y valores de los ciudadanos a los que debería representar, y porque el ciudadano se ve definitivamente privado de su cuota de soberanía, incluso en su forma delegada.
Los políticos de derechas y de izquierdas acaban por tener intereses de clase que en lo fundamental resultan comunes -de forma general: el razonamiento siempre tiene sus excepciones en el ámbito de los casos individuales- dado que todos ellos forman parte del establishment, del sistema de privilegios. Contra el que por el contrario debería luchar la socialdemocracia, en nombre de la igualdad. Y es que, no se olvide, era la “igualdad” el valor que servía de base para justificar el anticomunismo: el despotismo político es en efecto la primera negación de la igualdad social y el totalitarismo comunista la pisotea por lo tanto de forma desmesurada.
La partidocracia (de la que la socialdemocracia forma parte), dado que estimula la práctica y creciente frustración del ciudadano soberano, la negación del espacio público a los electores, constituye un alambique para ulteriores degeneraciones de la democracia parlamentaria, es decir, para una más radical sustracción de poder al ciudadano: así ocurre con la política-espectáculo y con las derivas populistas que parecen estar cada vez más enraizadas en Europa.
Pero lo cierto es que las vicisitudes actuales de las socialdemocracias parecen manifestar algo más: grupos dirigentes al completo que no solo están en crisis sino casi a la desbandada, sumidos en la espiral (al igual que los aviones al caer en picada) de un auténtico cupio dissolvi. La cuestión es que la culpa originaria, el haber olvidado la brújula del valor de la “igualdad”, sin el que la izquierda pierde todo su sentido, está pasando ahora factura. Pero razonemos con orden.
Resulta paradójico que la socialdemocracia viva el acmé de su crisis precisamente cuando más favorables son las condiciones para la crítica hacia el establishment y para plantear propuestas de reformas radicales en ámbito financiero y económico, dado que está a la vista de todos o, mejor dicho, está siendo padecido y sufrido por las grandes masas, el desastre social provocado por la deriva de los privilegios sin freno y por el dominio sin control ni contrapeso del liberalismo salvaje, de los “espíritus animales” del beneficio.
Y es que la crisis provoca incertidumbre ante el futuro y el miedo empuja a las masas hacia la derecha, según se dice. Pero eso ocurre solo porque la socialdemocracia no ha sabido dar respuestas en términos de reformismo, es decir, de justicia social creciente, a la necesidad de seguridad y de “futuro” de esos millones de ciudadanos. Pongamos algún ejemplo concreto. El miedo ante el futuro adquiere fácilmente los rasgos del “otro”, el inmigrante, que nos “roba” el trabajo. Pero si el inmigrante puede “robarnos” el trabajo es solo porque acepta salarios más bajos. ¿Ha intentado llevar a cabo alguna vez la socialdemocracia una política de sistemático castigo de los empresarios, grandes y pequeños, que emplean a inmigrantes con salarios más bajos y sin el resto de costosas garantías normativas obtenidas tras decenios de luchas sindicales?
Algo análogo ocurre con la deslocalización de las empresas, el fenómeno más vistoso de la globalización. El empresario alemán, o francés, o italiano, o español, al trasladar su actividad productiva hacia el tercer mundo, se lucraba con enormes beneficios explotando mano de obra con salarios ínfimos y sin tutela sindical (por no hablar de la libertad de contaminar en forma devastadora). Pero los gobiernos poseen potentes instrumentos, si así lo quieren, para “disuadir” a sus propios empresarios en su carrera hacia la deslocalización, instrumentos que la política de la Unión Europea puede hacer incluso más convincentes o reforzar en buena medida.
La socialdemocracia, por el contrario, se ha doblegado ante esta mundialización, cuando no la ha exaltado, cuando si el empresario puede pagar menos por el trabajo, deslocalizando la fábrica o pagando en negro al clandestino, se crean las condiciones para un “ejército salarial de reserva” potencialmente infinito, que irá reduciendo cada vez más los salarios, restituyendo actualidad a categorías marxistas que el estado del bienestar -y luchas de generaciones (no la espontánea evolución del mercado)- habían vuelto obsoletas. Y sin embargo la socialdemocracia está organizada nada menos que en una “Internacional”, y ha gozado durante mucho tiempo en las instituciones europeas de un peso preponderante. No es por lo tanto que no pudiera hacerse una política diversa. Es que no quiso hacerse.
Los ejemplos podrían multiplicarse. La socialdemocracia ha llegado a aceptar las más “tóxicas” invenciones financieras, y no ha hecho nada concreto para acabar con los “paraísos fiscales” o el secreto bancario, instrumentos del entramado económico-mafioso a nivel internacional, con el resultado de que el poder de las mafias se extiende por toda Europa, desde Moscú a Madrid, desde Sicilia hasta el Báltico, y ni siquiera se habla de ello. Y dejemos correr el problema de los medios de comunicación, absolutamente crucial, dado que “una opinión pública bien informada” debería constituir para los ciudadanos “la corte suprema”, a la que poder “apelar siempre contra las públicas injusticias, la corrupción, la indiferencia popular o los errores del gobierno”, como escribía Joseph Pulitzer (¡hace ya más de un siglo!), mientras que nada han hecho las socialdemocracias por aproximarse a este irrenunciable ideal.
La socialdemocracia debía distinguirse del comunismo en sus métodos, mediante la renuncia a la violencia revolucionaria, y en sus objetivos, mediante la renuncia a la destrucción de la propiedad privada de los medios de producción. No estaba desde luego en su ADN, por el contrario, la abdicación a condicionar a través de las reformas (es decir sustancialmente) la lógica del mercado, volviéndola socialmente “virtuosa” y sometiéndola a los imperativos de una constante redistribución del superávit tendente hacia la igualdad.
Al traicionar sistemáticamente su única razón de ser, la socialdemocracia ha estado en crisis incluso cuando ha ganado elecciones y ha gobernado. ¿Cuánto se han reducido las desigualdades sociales bajo los gobiernos de Blair? En nada, si acaso todo lo contrario. ¿Y con Schroeder? ¿De qué puede servir una izquierda que lleva a cabo una política de derechas, si no a preparar el retorno del original?
No resulta difícil, por lo tanto, delinear un proyecto reformista, basta tener como estrella polar el incremento conjunto de libertad y justicia (libertades civiles y justicia social). Es imposible realizarlo, sin embargo, con los actuales instrumentos, los partidos-máquina. Porque pertenecen estructuralmente al “partido del privilegio”. No pueden ser la solución porque son parte integrante del problema.
Paolo Flores d'Arcais es filósofo y escritor italiano.
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