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martes, 7 de diciembre de 2010

Una reflexión republicana sobre el Estado

Artículo publicado por Andrés de Francisco en Rebelión el 1/7/2007

Hay miedo al Estado. Lo hay en la tradición liberal, y lo hay en la izquierda socialista. La tradición liberal teme al Estado porque hereda dicho Estado como una estructura despótica de poder construida en el antiguo régimen por las monarquías absolutas. La izquierda socialista teme al Estado porque lo concibe como un aparato de dominación de clase del que la sociedad sólo se emancipará cuando logre resolver los conflictos ligados a su estructura clasista de dominación social.
Aquí defenderé una versión republicano-democrática del Estado fuerte. El republicanismo –la tradición republicana- es una filosofía política de la libertad. El republicanismo democrático aspira a extender esa libertad a los pobres, a los trabajadores, a los desfavorecidos, a los humildes y a hacer de ellos ciudadanos igualmente libres. Argumentaré que ello pasa por fortalecer el Estado y darle una determinada orientación. Comoquiera que un Estado fuerte representa una potencial amenaza de despotismo, argumentaré que un Estado fuerte es republicanamente posible sólo en la medida en que el gobierno de ese Estado es un gobierno democráticamente controlado, contestable y participado.

Un pequeño rodeo histórico
El Estado -su naturaleza, su función, su sentido, su horizonte- es un tema mayúsculo y de una enorme complejidad. La propuesta de fortalecimiento del Estado la haré en el seno de la tríada conceptual compuesta por gobierno/Estado/sociedad civil. Para empezar, el gobierno puede ser autoritario, despótico, oligárquico o democrático; el Estado puede ser fuerte o débil, ágil o ineficiente, limpio o corrupto; la sociedad civil, activa o pasiva, exigente o conformista, soberana o súbdita, abierta o cerril. De esta manera, al hablar de un Estado fuerte quiero decir –republicanamente- varias cosas: a) que quien lo gobierne gobernará un poderoso aparato con una amplia capacidad de intervención en la sociedad civil, mas de forma eficiente y transparente; b) que ese gobierno republicano del Estado tendrá una base popular democrática emanada de una sociedad civil soberana y activa; por ello, c) el gobierno republicano gobernará un Estado fuerte sin que éste caiga en la ineficiencia, la corrupción y el descontrol. Desarrollar nuestro argumento recomienda dar un pequeño rodeo histórico.

Dualismos post-hobbesianos

Cuando Bodino, allá por el siglo XVI, pone la soberanía –majestas- en el centro de la teoría política, todavía predominan los esquemas duales heredados del pensamiento medieval y de la vieja constitución feudo-estamental. El sujeto de la soberanía podía ser el gobernante, el gobernado o incluso podía hablarse de una soberanía compartida. Pero para todos, aun para los defensores del poder absoluto del monarca, el pueblo conservaba su personalidad jurídica colectiva y seguía en posesión de unos derechos inalienables fundados en un contrato original de gobierno (Herrschaftsvertrag).1 Hay que esperar a Hobbes para ver cómo el Estado aspira a absorber en sí todos los derechos tanto de gobernantes como de gobernados, y procede a postularse como sujeto único, absoluto e indivisible de la soberanía, es decir, como una estructura de poder independiente que reclama para sí toda la legitimidad política por la vía de un original pacto se sujeción fundante de la misma comunidad. 2 Lo cual suponía que antes de ese pacto no había siquiera societas civilis nacida de su propio acuerdo original sino mero estado salvaje de naturaleza.

La concepción hobbesiana del Estado no sólo suponía una “solución” radical al dualismo de la teoría política heredada entre gobernantes y gobernados. Suponía también una “solución” práctica al conflicto de soberanías entre la corte y el parlamento, primero, y entre el gobierno y el pueblo mismo, después, conflicto que llegó a su expresión armada en la guerra civil inglesa de 1642. Hobbes consiguió desde luego dotar al Estado –al Estado en sí, al mortal God- de un protagonismo, de una personalidad –y hasta de un prestigio- que ya no perdería, pero su teoría absolutista no sirvió para resolver los mencionados dualismos heredados. Antes al contrario, y afortunadamente, éstos se reprodujeron tanto en la teoría como en la práctica. Lo hicieron además por partida doble, y siempre empujados por un constante aunque intermitente impulso democrático y por una creciente consolidación del principio de soberanía popular.

De un lado, el esquema dual de la antigua constitución feudo-estamental (es decir, el de una monarquía limitada por los poderes independientes de burguesía, nobleza y clero) es el marco en el que evoluciona el modelo moderno –parlamentario- de representación política. Esta evolución tiene características propias. En primer lugar, está marcada por un creciente protagonismo del parlamento frente a la corona o la corte –es decir: el poder ejecutivo- en una de sus dos modalidades: la modalidad inglesa o la modalidad francesa. La diferencia entre ambas no es baladí. Muy al contrario, la modalidad inglesa –bicameralismo- supone un modus vivendi entre las élites del antiguo régimen en el que la antigua nobleza gozará de privilegios hereditarios durante siglos. No obstante, incluso aquí, el impulso democrático abre el conflicto entre ambas cámaras por el control del parlamento, y presenta un nuevo dualismo. La tendencia, que ya se verifica en la primera mitad del XVIII con Walpole, está marcada por el creciente acopio de poder por parte de la Cámara Baja, por los comunes, que les ganan la partida política a los lores. La modalidad francesa, la modalidad más democrática que estalla con la propia revolución, es la del unicameralismo: una única Asamblea general representativa de la nación.

Vista con cierta perspectiva histórica, esta centralidad del Parlamento –y de los Comunes dentro de los parlamentos bicamerales- representa el creciente protagonismo político de la vieja burguesía medieval que, primero hizo su conspiratio contra el señor territorial y luego se conjuró para formar la comunidad urbana como unidad política autogobernada; la misma burguesía que forzada a alienarse en un sistema de representación estamental terminó ganándole la batalla no sólo a la corona sino a los otros dos estamentos del ancien regime. Sin embargo, esa burguesía triunfante no sería ajena a la presión de nuevas pulsiones y fuerzas democráticas, esta vez, provenientes de las clases subalternas. En efecto, no acababa de afianzar su poder la burguesía a lo largo del siglo XVIII –ya a la inglesa, ya a la francesa- cuando descubre un siglo después que el suelo social que pisaba no era firme sino que se movía: el mundo subcivil de los olvidados (los domésticos y mendigos, los aprendices, los proletarii) estaba asomando a la superficie del espacio civil y buscaba el modo de activar los resortes de su propia libertad. Era el cuarto estado que venía a turbar la paz del nuevo sistema de dominación social que la burguesía post-medieval (capitalista) empezaba a protagonizar.

Y aquí se fueron abriendo dos nuevos frentes de batalla política, dos nuevos dualismos. Por un lado un frente en el que las fuerzas democráticas pugnaban por integrar en el sistema de representación político a los nullatenendi, es decir, pugnaban por ampliar la base electoral del parlamento (Asamblea general o Cámara Baja), y extender a las clases trabajadoras subalternas el derecho tanto de elegir como de ser elegidas. Esta es una de las brechas políticas centrales –la del sufragio universal- del mundo contemporáneo. No es sin embargo la única.

En efecto, hay otro frente paralelo de batalla, más sutil pero no menos importante, que representa un nuevo conflicto de soberanía y un nuevo dualismo. Pero esta vez ya no entre la corte y el parlamento, sino entre el parlamento –más o menos ampliado- y el pueblo, entre los representantes y los representados, entre los cargos electos y los electores. ¿Dónde arraiga la soberanía? Aquí, desde luego, el frente democrático radical apuesta por una concepción estricta de la soberanía popular y de la representación política. Y esta vertiente democrático-radical del sistema representativo moderno –en la que están Robespierre, los antifederalistas, y sin duda Marx, el Marx de La Comuna de París- tiene importantes implicaciones institucionales: es una democracia comisarial con mandato imperativo y revocabilidad permanente, apuesta por las circunscripciones pequeñas y la brevedad de los cargos, apuesta por la rotación obligatoria y la no reelegilidad, etc. Y permite que las fuerzas sociales –organizaciones extraparlamentarias- tengan voz. Ya sabemos que este modelo radical-democrático de gobierno representativo no prosperó, pero, sea dicho al paso, la moderna teoría de la democracia participativa bebe, como no podía ser de otra forma, de esta fuente, reivindicando el potencial político de los movimientos sociales y la participación activa de la ciudadanía de a pié.

Como vemos, lejos de haberse superado en una teoría absolutista del Estado los viejos dualismos del pensamiento político medieval, éstos se reproducen a escala ampliada y definen los sucesivos marcos en los que evoluciona el moderno sistema parlamentario y la propia teoría moderna de la democracia representativa. Recapitulando, estos dualismos son cuatro: a) el parlamento frente a la corte; b) la cámara baja frente a la cámara alta; c) cámaras incluyentes frente a cámaras que excluyen a los pobres; d) representados frente a representantes. En cada uno de estos dualismos la batalla por la soberanía la gana el primer término en un proceso creciente de afirmación del principio de soberanía popular. Sin embargo, mientras que los dos primeros - a) y b)- representan victorias reales (de la burguesía histórica); los dos últimos –c) y d)- representan más bien victorias formales (de las clases subalternas) que no han impedido que los modernos sistemas parlamentarios tengan importantes sesgos oligárquicos y se constituyan en complejas maquinarias de autorreproducción y autolegitimación de las élites en el poder.

En realidad, todos estos desarrollos post-hobessianos del pensamiento político y de las instituciones políticas son desarrollos antihobessianos. Tanto que transitan por la senda clásica del canon republicano. La verdadera impronta de la teoría hobbesiana de la soberanía del Estado hay que buscarla en otro desarrollo paralelo pero distinto al que acabamos de contar.


Estado y sociedad civil

En efecto, ocurre que a la construcción –teórica y práctica- del Estado como sujeto independiente y autorreferencial de la soberanía le acompaña casi desde el principio la construcción alternativa –en la teoría y en la práctica- de un sujeto nuevo, a saber: la sociedad civil como un sistema preexistente de relaciones y prácticas, independiente del Estado y de su organización política. El pensamiento político republicano clásico diferenciaba sólo entre dos ámbitos mutuamente excluyentes: la familia (oikos) y el Estado (polis). De tal manera que cuando el pater familias, el hombre libre, cerraba la puerta de su casa, pisaba inmediatamente el suelo político de la praxis, y según dejaba su oikos como particular pisaba el suelo de la comunidad como ciudadano. De la privacidad se pasaba a la publicidad, de la idioteia a la politeia: sin solución de continuidad. El hombre libre, que era el señor de su casa, no era más que un igual –isotes- en el Estado, en la comunidad política. Los no libres –mujeres, esclavos, niños, pobres- quedaban recluidos en la mera privacidad como un ámbito de dominación al servicio del señor de la casa.

La sociedad civil moderna es un ámbito que se abre paso entre esos dos polos clásicos de la familia y el Estado. Obviamente, ello produce un esquema triádico familia-sociedad civil-Estado que es con el que, por ejemplo, opera Hegel en su Filosofía del Derecho. La tríada hegeliana tiene gran interés porque permite diferenciar la esfera emocional de los afectos altruistas, asignándola a la familia, de la esfera racional del interés egoísta, asignándola a la sociedad civil burguesa. Y a la vez, permite encuadrar el reto político de la propia modernidad en términos de la posible conciliación, en el Estado, entre la pequeña comunidad unida por el vínculo afectivo de pertenencia y la gran sociedad de individuos dominada por el conflicto de intereses. La solución hegeliana supondría una nueva forma de solidaridad orgánica que permitiría que la sociedad civil siguiera siendo una sociedad de individuos –con sus libertades y su pluralismo- que sin embargo no fuera destruida por sus propias contradicciones internas. [El llamado corporatismo –también el de posguerra- admite fácilmente una interpretación en esa clave hegeliana; no en vano el pacto neocorporatista suponía una re-estamentalización de la sociedad civil]

Ahora bien, el esquema triádico es de alguna forma inestable y al final se resuelve en el gran dualismo sociedad civil/Estado, toda vez que la familia queda reducida a una institución más de la propia sociedad civil. Es este esquema dual el marco en el que seguimos comprendiéndonos a nosotros mismos. Por ello es obligado preguntarse: ¿cómo ha concebido el pensamiento político moderno la sociedad civil? La respuesta más inmediata es la siguiente: en radical contradistinción con el Estado. Y es aquí, por curioso que parezca, donde más influencia tiene Hobbes.

En efecto, la sociedad civil empieza donde acaba el Estado, donde acaba la ley política del Estado, que es la que restringe la libertad individual registrada en el derecho: la dualidad hobessiana lex-ius es la dualidad moderna Estado/sociedad civil. La sociedad civil –vía Hobbes- se entiende como una sociedad de individuos negativamente libres del poder del Estado y de ese Hombre Artificial que es la ley pública. Por eso la sociedad civil es necesariamente una esfera pre-política de acción y reacción entre individuos con derechos pre-políticos de libertad natural. Más aún, y también vía Hobbes, al pensar que el poder político es patrimonio exclusivo del Estado, la sociedad civil moderna se concebirá como una ámbito despolitizado de relaciones y prácticas entre individuos cuya libertad sólo se ve amenazada por el potencial coercitivo y normativo del Estado, por la ley. Al carecer de un principio político de organización, la sociedad civil no tardaría en ser vista como una esfera autónoma con su propia estructura. Esta imagen se va consolidando a lo largo del siglo XVIII, y de ella resulta una concepción de la sociedad civil organizada prepolíticamente en torno al puro interés ecónomico. La economía surge como la esencia de la sociedad civil moderna, el mercado como la esencia de la economía. Toda vez, sin embargo, que la economía pierde su referencia clásica como ley de la casa (oikos/nomos) se convierte en ley de la sociedad. La sociedad civil burguesa se constituye, pues, en sociedad capitalista de mercado con un nuevo esquema motivacional: el interés material y la utilidad privada. No sólo eso. La sociedad de mercado se piensa como un sistema sometido a sus propias leyes, a sus propias dinámicas. Por añadidura, esas leyes –al menos así terminará pensando el liberalismo- son buenas leyes. El mercado no sólo induce el crecimiento económico, también se autorregula. En consecuencia, el Estado no sólo queda al margen como lo radicalmente otro de la sociedad civil; es además considerado como un peligro potencial para su feliz, próspera y armoniosa autonomía.


Muy distinta es la concepción republicana de la sociedad civil. El republicanismo, para decirlo rápidamente, no entiende una sociedad civil despolitizada o apolítica. Locke todavía entiende sociedad civil como sinónimo de sociedad política. En realidad, ambos términos son etimológicamente idénticos, pues el término civis no es más que la traducción latina del griego polites. El liberalismo no se nutre de Locke, que es un republicano si se quiere elitista, sino de Hobbes. Es la tradición republicana la que no asume la herencia hobessiana y por ello mismo repolitiza la sociedad civil. Ello significa, para empezar, que la dominación y la coerción no son patrimonio exclusivo del Estado sino que atraviesan a la sociedad en la medida en que la sociedad tiene quiebras, fracturas y asimetrías que confieren poder a unos grupos y desapoderan a otros. El Estado es un estructura de poder, eso nadie lo niega, pero no es la única. El padre tiene poder sobre los hijos, el hombre tiene poder sobre la mujer, el patrón tiene poder sobre el obrero, el jefe sobre el subordinado, el cura sobre sus fieles, la empresa monopolista tiene poder sobre el mercado, etc.

¿Cuáles son las fuentes del poder social? Para el republicanismo la principal de esas fuentes es la propiedad. Por lo mismo, para el republicanismo, la desigual distribución de la propiedad es una de las principales fuentes del conflicto social. Tanto es así que un republicano radical como Rousseau fecha el nacimiento mismo de la sociedad civil –política- en el momento en que nace la diferenciación entre lo tuyo y lo mío, es decir, la propiedad privada. Es la propiedad privada la que fragmenta a la sociedad en poseedores y desposeídos, en ricos y pobres. Pues con la propiedad privada surge el trabajo enajenado, “y las vastas selvas se trocaron en campiñas risueñas que hubo que regar con el sudor de los hombres, y en las que pronto se vio la esclavitud y la miseria germinar y crecer con las mieses”.3 La propiedad privada no sólo divide a la sociedad en ricos y pobres sino también en opresores y oprimidos. La perspicacia y la sensibilidad democrática de Rousseau es tal que entiende cabalmente que esa estructura de dominación social –en la sociedad civil- requiere de un aparato adicional de poder -el Estado- como “precaución” de los ricos “para protegerse” de los pobres.4 Marx estaba así perfectamente asentado en la tradición republicano-democrática cuando afirma el carácter de clase del Estado realmente existente, esto es, cuando concibe al Estado como un instrumento de poder al servicio de la dominación de la clase dominante. Para el republicanismo elitista era idea aceptada que el Estado está al servicio de las clases propietarias, que es cosa suya. Marx entiende además que la sociedad civil está rota por la propiedad, que entre las clases propietarias y no propietarias se establecen necesariamente relaciones sociales de dominación y que el Estado no es simplemente de los propietarios sino un aparato de poder para la defensa activa de su sistema de dominación social y de sus privilegios propietaristas. La gran aportación de Gramsci fue darse cuenta de que el poder coercitivo del Estado no es suficiente para mantener un sistema de dominación de clase, sino que hay que completarlo con la hegemonía cultural en la sociedad civil, es decir, con un sistema institucional y simbólico capaz de ganarse el consentimiento de las clases subalternas a su propia dominación. El Estado, de hecho, sería la “trinchera avanzada” de un sistema de dominación que arranca en la propia sociedad civil considerada como un “poderoso sistema de fortalezas y casamatas”.5 De esta forma, la emancipación de la sociedad civil no sólo pasa por el control del Estado y su conversión en un aparato democráticamente gobernado y controlado, sino por conseguir la contra-hegemonía en el seno de la opinión pública, evitando que quede secuestrada por los grandes grupos de formación del discurso, que sirven a intereses minoritarios, y abriéndola a la opinión plural de las voces excluidas y silenciadas.

El republicanismo democrático no prescinde de este esquema y sigue concibiendo el Estado como una aparato de poder. Por ello, el republicanismo democrático ni pretende la minimización del Estado ni se deja engañar por las superficiales recomendaciones liberales de neutralidad estatal. El Estado republicano-democrático sería, por un lado, un Estado socialmente orientado –y, por lo tanto, nada neutral- a favor de los más pobres, de los más débiles, de los más vulnerables. Va de suyo que un Estado así ha de ser un Estado fuerte, no un Estado que “deja hacer y deja pasar”. Es un Estado que combate activamente el fraude, la corrupción y el delito, que impone restricciones desmercantilizadoras a los derechos de propiedad (sobre la vivienda, el capital, el trabajo, la tierra), que presta servicios asistenciales a los grupos más desfavorecidos y vulnerables, que resuelve problemas de coordinación y regulación social, que fuerza soluciones cooperativas por la vía institucional allí donde la cooperación no surge espontáneamente, que mantiene un sistema de enseñanza pública y universal, que defiende la soberanía nacional frente a la ingerencia extranjera, que garantiza el derecho a la existencia mediante una renta republicana de ciudadanía y otros mecanismos de protección pública, que protege ecosistemas amenazados, que hace pedagogía política, que impulsa medios públicos de in-formación de la opinión y el juicio públicos, que garantiza la pluralidad del espacio cultural, que planifica el desarrollo para que sea sostenible, etc., etc, etc... Es un Estado políticamente orientado por objetivos cívico-democráticos, consciente siempre de que la sociedad civil no es un ámbito despolitizado y autorregulado de libertad natural, sino un ámbito de poder y conflicto que no garantiza por sí solo ni la justicia social ni la racionalidad colectiva ni la amistad cívica. La fortaleza de ese Estado resulta imprescindible para que esa orientación política sea posible y efectiva.


Ahora bien: ¿acaso un Estado fuerte no amenaza seriamente la libertad de la propia sociedad civil? ¿Acaso no será –necesariamente- un aparato despótico de poder que devorará la soberanía? Sin duda alguna, esas amenazas existen, y existirán en la medida en que el poder del Estado, que como todo poder tiende a la autoexpansión, no es controlado y no tiene ante sí un contrapoder mayor en la misma sociedad civil. Para ello, uno: habrá que democratizar el gobierno mismo del Estado. Y, dos: la sociedad civil tendrá que ser una sociedad de ciudadanos activos -que practican la vita activa civilis- y por ello mismo son capaces de construir y articular la hegemonía cultural de las fuerzas democráticas.

Fortalecer la Sociedad civil, controlar el Estado

Son conocidos los temores del republicanismo ante el poder, ante el poder de los gobiernos, ante el poder del Estado. El poder –decía Platón tajantemente- hace malos a los hombres. Los corrompe. Evitar esa deriva pasa por el control ejercido por los gobernados y los ciudadanos. No hay otra opción. Mucho menos para el republicanismo democrático, que necesita un Estado fuerte.

La primera estrategia de control de la tradición republicana es constitucionalista. Se basa en una estrategia de diseño institucional que busca la división del poder y la síntesis de intereses. Así, el mejor gobierno factible sería un gobierno mixto (que busca la síntesis de los intereses de los pocos y los muchos) en el que los distintos poderes del Estado estuvieran divididos (el poder judicial del ejecutivo; y éste del legislativo) para que unos frenaran y contrapesaran a los otros. El problema de esta solución es que la división y la síntesis son perfectamente compatibles con las arquitecturas estatales oligárquicas. Además, los poderes divididos son poderes, y como tales pueden defender unilateralmente determinados intereses y privilegios. No ha sido infrecuente en la historia moderna y contemporánea ver cómo el poder judicial ha sido a menudo refugio de los selected few y un freno a los intentos de reforma constitucional pro-democrática. Por lo tanto, la división del poder y la síntesis de intereses de un gobierno republicano-democrático tendrá que ser algo distinta. Para empezar, una república democrática tendrá que incluir en su síntesis a los muchos pobres: esto es evidente y fundamental. Para terminar, la división de poderes tendrá que incidir en los aspectos dinámicos y temporales del ejercicio del poder, dividiéndolo diacrónicamente –esto es, potenciando la rotación de los cargos y restringiendo la re-elegibilidad-, al tiempo que las divisiones sincrónicas del poder no podrán nunca negar la preponderancia del poder legislativo. Para evitar el posible conflicto entre la custodia judicial de la constitución, que es conservadora, y el poder constituyente del parlamento, que es dinámico, hay que tomarse en serio la idea jeffersoniana de la democracia continua, y someter las constituciones regularmente a una gran debate y revisión públicos. La realidad es dinámica y las instituciones no pueden quedar suspendidas y congeladas en el tiempo sagrado de los muertos, sino que tienen que saber adaptarse a las nuevas necesidades de los vivos.6

En segundo lugar, el control democrático del Estado pasa por democratizar el gobierno de ese Estado. Ya vimos más arriba cómo el desarrollo del sistema parlamentario ha sido un desarrollo democrático tronchado e inconcluso, pues, en efecto, todavía queda mucho para poder decir que las cámaras de representantes representan e incluyen verdaderamente a los grupos más vulnerables; y queda mucho para poder decir que el sistema de representación responde, al menos de forma equitativa, a las necesidades y preferencias de todos los representados y es controlado, al menos de forma efectiva, por ellos. Incluso en las democracias más avanzadas sigue habiendo intereses subrepresentados e intereses sobrerrepresentados y las diferencias de propiedad y riqueza siguen explicando en buena medida esas divergencias. Por su parte, el mecanismo de la renovación contingente que pone a disposición de las ciudadanías las elecciones periódicas de líderes y partidos ha demostrado ser un mecanismo muy insuficiente de control político. Los partidos políticos de masas han cristalizado en estructuras internamente oligárquicas de poder encajadas en un sistema político cuya institución central –el parlamento- ha quedado colonizada por la lógica de los intereses partidarios y convertida en caja de resonancia de los ejecutivos de turno y de las políticas que se cuecen a puerta cerrada en consejo de ministros o en la dirección del partido en el gobierno. De esta forma, el debate en la cámara de los representantes queda aplastado por la aritmética del voto partidario y el parlamento ve seriamente mermada su capacidad de controlar al gobierno. Al final, se produce la paradoja de que la mayoría parlamentaria que respalda al gobierno, lejos de controlarlo lo encubre, mientras que las tareas de control bien se ceden a las minorías de la oposición parlamentaria, que responden a un mismo patrón y una misma lógica, bien a la opinión pública, tan permeable y porosa como los propios partidos a los intereses organizados de los grupos más poderosos de la sociedad civil.

Por todo ello, en tercer lugar, es necesario rebasar el estrecho horizonte del sistema convencional –partidista- de representación política y abrir nuevos espacios de participación extraparlamentaria. Y ello en un doble sentido. En el sentido, primero, de que las decisiones y las políticas puedan ser contestadas,7 y, segundo, en el sentido de que las decisiones y las políticas puedan ser participadas. Lo primero significa que la sociedad civil tiene la suficiente capacidad de reacción para resistir a las leyes políticas egresadas del parlamento, y forzar su modificación o impedir su ejecución. Huelga decir que esa contestación implica que la sociedad civil no está estática ni parada, sino en movimiento (social), que es dinámica, activa, que tiene voz propia, voz libre –no secuestradas por los mass media, que ya sabemos los señores a los que sirven-, y capacidad organizativa para armar la confrontación con el Estado y el gobierno. La contestación implica la existencia de un rico tejido asociativo, de fuertes redes autónomas de capital social, en un escenario tan plural y heterogéneo como plurales y heterogéneas sean las necesidades y las preferencias. Por su parte, la segunda dimensión –la participación en las decisiones- significa que la sociedad civil tiene instrumentos para cogestionar la cosa pública y participarla. En general esto implica la fusión de dos horizontes: el horizonte de la descentralización –y relativa des-burocratización- del Estado y el horizonte de la democracia de base, que no tiene por qué ser democracia directa –aunque también- sino que puede realizarse dentro de un marco profundizado de representación popular, al estilo de la tradición democrático-radical de la Comuna de París. En cualquier caso, este es un ámbito de experimentación abierto a la imaginación y las iniciativas populares. Valgan como ejemplo los presupuestos participativos de Porto Alegre, los consejos vecinales de Chicago, el sistema de democracia Pachayat8 en Bengala occidental o los consejos comunales de la actual Venezuela. El campo está abierto a la experimentación política y también a la reflexión teórica. Por ejemplo, hay propuestas interesantes de democracia asociativa –como la de J. Cohen y J. Rogers-9 que proponen una política calibrada de cesión de responsabilidad administrativa y ejecutiva a determinados grupos y asociaciones secundarias no gubernamentales siempre que cumplan determinados requisitos de organización democrática interna y de orientación cívico-republicana externa.

Andrés de Francisco es profesor de la Universidad Complutense de Madrid y escritor
jueves, 1 de julio de 2010

Los Límites de la izquierda


Los límites de la izquierda / Andres de Francisco




[A. de Francisco. UCM] Hay logros sociales, políticos y constitucionales que sin duda se deben a la izquierda. El sufragio universal, conquistado o concedido, fue un logro de la izquierda y del movimiento obrero. Los derechos de huelga, reunión y manifestación, los sistemas de protección y seguridad social, los sistemas públicos de salud, los sistemas laicos de enseñanza obligatoria y gratuita, el derecho laboral favorable al factor trabajo. Todo este complejo sistema de derechos sociales y políticos es sin duda un logro de las fuerzas democráticas de la izquierda. Sin embargo, a la vez puede decirse que la izquierda ha sidoderrotada.
Primero, porque esos logros están en franco retroceso tras tres décadas de durísima y eficaz ofensiva neoliberal, esto es, de desregulación, privatización y re-mercantilización de la vida social y económica que, naturalmente, afecta a unos países más que a otros. Y, como se puede comprobar a diario, la salida al gran crash del 98 y a la crisis sistémica subsiguiente se está saldando con un reajuste aun más duro en contra de las clases trabajadoras y de los sectores más vulnerables de la sociedad. Quedan muy lejos las medidas del laborista Clement Attlee quien, tras la II Guerra Mundial, nacionalizó el 20% de la economía británica, es decir, sus sectores estratégicos, y la axiología que informa las políticas públicas contemporáneas parece haber olvidado el célebre principio –freedom from want- que guiaba el informe Beveridge de 1942. Muy lejos de aquella audacia está la voluntad política de los representantes de la izquierda institucional de hoy. Pero la izquierda ha sido derrotada, en segundo lugar, como movimiento socialista, como ese conjunto de fuerzas revolucionarias y/o reformistas dispuestas a superar, destruir o enterrar el capitalismo, en beneficio de un modo de producción más eficiente y racional, y de un modelo social basado en la justicia y la igualdad. Como si del negativo de esa utopía se tratara, lo que tenemos ante nuestros ojos es una globalización grancapitalista con todo su espectáculo de miseria moral y material, de injusticia, corrupción y desenfreno, con todos sus fetichismos de la riqueza y el lujo, con su ética individualista del consumo irresponsable, con su frívola superficialidad posmoderna, etc.
Se trata de una derrota con profundas raíces históricas que a mi entender tiene tres episodios cruciales. Primero, la reacción fascista que siguió al fracaso revolucionario de la socialdemocracia europea en los años 20 del siglo pasado y que tuvo por misión, en parte cumplida, la destrucción del movimiento obrero y su cultura organizativa. Segundo, el estalinismo, que no sólo purgó criminalmente a la generación que hizo la revolución, sino que también arrebató la autonomía de los partidos comunistas europeo-occidentales, quebró su independencia intelectual, cercenó su creatividad y los empobreció moralmente. Tercero, el propio desarrollo del capitalismo tardío trajo consigo un conjunto de transformaciones tanto en la estructura de clases –diferenciando a las fuerzas del trabajo, eliminando la centralidad de la vieja clase obrera industrial y terciarizando la economía- como en el plano cultural –con el giro posmoderno- y el político –con la aparición de nuevos movimientos sociales con nuevas agendas políticas (igualdad de género, derechos de las minorías, o protección del medioambiente). Con sus mejores hombres y mujeres purgados, destruidas sus gloriosas tradiciones organizativas, descentrada su base social, faltos de autonomía y creatividad (tras refugiarse en la Realpolitik estalinista y en las tristes simplificaciones de la guerra fría), y para colmo desconcertados con la propia complejidad del capitalismo de la gran corporación…; con todos esos lastres a sus espaldas, la izquierda europea, sin verdadera implantación social, con direcciones aburguesadas y retóricas pseudorrevolucionarias, a la que el mismo Mayo del 68 pilló desprevenida, no estaba preparada para hacer frente a la tenaz ofensiva contra la democracia y la ciudadanía desatada en el último tercio del siglo XX.
Contra la democracia y la ciudadanía, en efecto, porque esa ofensiva ha impuesto un perfil netamente oligárquico en la estructura del poder social y porque, en esa misma medida, ha desfigurado por completo el principio de soberanía popular. A mi entender, a ello han contribuido decisivamente al menos los siguientes desarrollos:
1) La oligopolízación de los mercados, que supone una quiebra del principio (en alguna medida democrático) de soberanía del consumidor. En un mercado de competencia no oligopólica, los consumidores fijan los precios conformando una demanda agregada y en esa medida son soberanos. En los mercados oligopólicos, las grandes corporaciones imponen los precios al consumidor limitando la competencia entre productores y controlando la oferta. Un mercado muy importante para la cultura democrática es el de la información y la comunicación. Pues bien, se trata de un mercado altamente concentrado. Jerry Mander, de hecho, estima que 7 grandes corporaciones1 se reparten el control del 70% de los media mundiales, lo que incluye televisión, satélites, agencias de información, sistemas de cable, revistas, diarios, edición de libros, producción cinematográfica e internet. Esto significa que una exigua minoría tiene el enorme poder de influir en –y manipular- los contenidos de conciencia y el pensamiento de miles de millones de habitantes del planeta. La fuerte oligopolización del mercado mundial de la comunicación y el control de la oferta informativa suponen que la sociedad civil carece en buena medida de una opinión pública propia, autónoma, plural y críticamente formada, y que es llevada a pensar y saber lo que conviene a las élites del poder.2 La manipulación que sufrió la opinión pública mundial en la última guerra de Irak no es más que un ejemplo. Es verdad que hay redes, circuitos y grupos alternativos –en internet y fuera de ella- que conforman espacios de comunicación resistentes al proceso de homogeneización cultural vigente, pero su influencia real es muy limitada, si observamos, por ejemplo, que el americano medio ve 30.000 anuncios publicitarios al año o que el japonés medio se sienta ante el televisor 4 horas y media diarias.
2) La trasnacionalización corporativa que, entre otras muchas cosas, permite la opacidad contable de las operaciones entre empresas matrices y filiales, y supone la quiebra del principio democrático de la accountability. Tanto fiscal como financieramente, las grandes corporaciones trasnacionales escapan al control de los Estados y de cualesquiera organismos reguladores: la reciente crisis económica mundial es fuertemente deudora de esa impunidad con la que los altos directivos de tantas grandes empresas camuflaron sus malabarismos contables, especularon con productos financieros de altísimo riesgo y ocultaron su irresponsabilidad –y sus robos- tras una falsa pantalla de sedicentes ingenierías de inversión creativa. La fuertefinanciarización de la economía global no ha hecho más que agravar estos de por sí ya graves problemas del capitalismo tardío.
3) La colonización del Estado, lograda por medio de los numerosos puentes de ida y vuelta entre los consejos de dirección de las grandes empresas o grupos financieros y los gobiernos, o lograda mediante amenazas de desinversión o deslocaliación de las multinacionales, o mediante presiones especulativas de mercados fuertemente controlados por potentes grupos de inversión. A esa colonización del Estado contribuye en paralelo el conjunto variable de mecanismos contramayoritarios de los sistemas representativos modernos, desde el veto presidencial o el bicameralismo hasta los sistemas electorales no proporcionales o sesgados para excluir a las minorías antisistema o más radicales, pasando por la marcada oligarquización de las estructuras de poder en los partidos políticos. Todo ello hace que el gobierno del Estado sobre-represente los intereses del dinero y la riqueza (los moneyed interests), mientras que los intereses de las mayorías trabajadoras y/o desempleadas –base social de la democracia- quedan sub-representados, diferidos, marginados o silenciados.
4) El sometimiento de pueblos enteros a través del mecanismo de la (re)negociación asimétrica de la deuda externa de los países. En todo el mundo, pero sobre todo en los países más pobres y endeudados, las instituciones de la gobernanza neoliberal (FMI, Banco Mundial, etc.) han impuesto condiciones salvajes –recortes sociales, privatizaciones, desinversiones- para la concesión de nuevos empréstitos, condiciones que han empobrecido aún más a esos pueblos atándolos por el cuello a la soga de una deuda externa creciente que sólo enriquece a los países y entidades acreedores. En el mundo griego antiguo, antes de las primeras reformas democráticas de Solón, a uno se le podía esclavizar si no saldaba sus deudas. En el mundo contemporáneo la deuda externa es la principal causa de que muchos países vean dramáticamente condicionada susoberanía nacional.
5) Finalmente, la geopolítica (neo)imperialista, militarmente sostenida, de las grandes potencias para el control y apropiación de las principales fuentes de energía y recursos –vegetales, hídricos, minerales o alimentarios- así como las principales rutas comerciales desde los países productores (muchos subdesarrollados) hacia los países ricos del hemisferio norte. El imperialismo no lo ha inventado el capitalismo, huelga decirlo. Antes bien, es el modus operandi histórico de los Estados fuertes, al margen del régimen político: la democracia ateniense fue imperialista, como lo fue la república romana, como lo han sido tantas y tantas tiranías. Sencillamente, las potencias capitalistas –con EE.UU a la cabeza- no se han quedado atrás, han continuado valiéndose de esa vieja lógica del poder, y el resultado ha sido el mismo de siempre: el expolio y la desposesión de los legítimos propietarios de esos recursos vitales, con la colaboración infame y servil de las oligarquías locales: otra batalla más ganada a la soberanía nacional de numerosos países.
Este ataque multilateral a la democracia ha tenido por consecuencia que los grupos (o países o pueblos), más pobres y vulnerables (y mayoritarios), masas ingentes de trabajadores o desempleados, tengan menos libertad, menos libertad de la opresión y menos libertad de la privación. Son menos soberanos como miembros del cuerpo cívico –del que muchos van quedando de facto excluidos- y viven más a merced de las decisiones de minoritarios pero muy poderosos grupos de interés. Desapoderadas política y socialmente, las mayorías que viven –o aspiran a vivir- de su trabajo quedan crecientemente expuestas a la amenaza terrible de la privación y la escasez. Este proceso multilateral y multinivel de oligarquización tiene –conviene subrayarlo- una terrible consecuencia: el paralelo deterioro de la cohesión social. En efecto, por la vía de la creciente concentración de la riqueza los índices de desigualdad se disparan hasta dar en la polarización social. Las clases medias se proletarizan, las clases obreras se empobrecen y precarizan, crecen las bolsas de marginación y exclusión, aumenta el miedo, la inseguridad y la desconfianza interpersonal.3 El vínculo societario se debilita, se exacerba el oportunismo y cunde el resentimiento de los más desfavorecidos hacia una sociedad que les da la espalda. Al final, rotos los lazos de unión entre el bien público y el privado, ya nadie cree en la sociedad como un proyecto compartido y cohesionado de cooperación social.
La libertad como eje irrenunciable de la izquierda
El diagnóstico anterior se asienta en una idea central: la libertad de los muchos es la gran víctima del proceso de globalización grancapitalista desatado en estas últimas décadas de ofensiva neoliberal. He insistido en esa idea porque, aunque a menudo se olvide, y es penoso tener que recordarlo, si el pensamiento de la izquierda ha tenido un eje central y prioritario, éste ha sido el de la libertad. La izquierda, en efecto, tanto en su gran matriz socialdemócrata clásica como en su vertiente anarquista, no ha tenido otra utopía que la de una sociedad emancipada, esto es, una sociedad de hombres y mujeres libres, libres de la opresión y libres de la necesidad. Sea dicho al paso que ambas formas de libertad negativa no son independientes. Marx, por ejemplo, creía firmemente que la libertad de la opresión sólo se alcanzaría una vez superadas las servidumbres de la necesidad. Pensamiento, sin duda, profundo, que tiene profundas raíces clásicas. Sea como fuere, y dejando de lado ahora estas y otras sutilezas de la libertad, sí quisiera llamar la atención sobre su importancia, sobre su centralidad para la utopía de la izquierda. ¿Por qué es tan prioritaria y urgente la libertad? ¿Por qué no puede la izquierda renunciar a ella? El más sabio de los locos jamás imaginado dice de la libertad que “es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; [que] con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”.4
¿Tiene razón Cervantes? ¿Por qué? Tiene razón, a mi entender, porque la libertad es la condición de la vida auténtica, esto es, de una vida basada en actividades y quehaceres queridos por ellos mismos. Dicho de otra forma, la libertad es la condición de la autorrealización individual y del desarrollo personal. Una vida impuesta por la voluntad ajena es una vida amputada y subalterna, expuesta siempre a la arbitrariedad del poder, una vida –como bien sabía Montesquieu- marcada por el miedo y el silencio. A fuerza de temer, callar y consentir, el hombre sin libertad aprende a renunciar a sí mismo, esto es, a hacer aquello que le permitiría realizar su potencial creativo. El horizonte vital de las personas está lleno de posibilidades, pero la vida real se va tejiendo a base de decisiones y de no-decisiones, de acciones y de no-acciones. La falta de libertad restringe y angosta ese horizonte vital: acota las decisiones y acciones en ámbitos de dominación –son acciones y decisionesforzadas- y desplaza al mundo imaginario de las no-decisiones y las no-acciones lo que el individuo haría por sí mismo, de buena gana, voluntariamente. La falta de libertad nos obliga a renunciar a lo que nos haría felices o apetecería y a hacer lo que a otros hace felices o apetece. Por eso, repito con nuestro hidalgo universal, la libertad “es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”.
Que la izquierda ha olvidado su compromiso central con la libertad ha quedado testimoniado en muchas ocasiones. Todavía causa rubor recordar las torpes justificaciones del estalinismo en nombre de no se sabe qué baremos de igualdad o qué conjunto de necesidades básicas (como si la libertad no fuera la primera necesidad básica…). La revolución cubana es admirable en muchos sentidos, sin duda: lo es por sus logros sociales, por su diplomacia, por su solidaridad internacional, por su resistencia tenaz y a menudo heroica ante un largo historial de intentos de desestabilización desde fuera. Pero sorprende que buena parte de la izquierda no se atreva a criticar la falta de libertades del pueblo cubano (y se conforme con justificaciones contextualistas, que no dan tanto de sí, por importante que sea el bloqueo norteamericano).5 Y en la misma línea, prefieren ignorar la deriva cesarista de la revolución bolivariana en Venezuela6 o el peligro totalitario que encierran los “derechos colectivos” que nutren parte de la nueva marea nacionalista. Un autor tan sofisticado como Gerald Cohen, uno de los padres del llamado marxismo analítico y emblema de la izquierda académica contemporánea, no hace mucho que situaba los valores de la comunidad y la igualdad en la base de la utopía socialista7 con el ostensible olvido de la libertad. Sin duda, ellos son valores importantes, pero no conviene olvidar que buena parte de los afanes de la izquierda moderna consistieron también en liberar a la sociedad del yugo comunitario de la sociedad tradicional. O que el principio comunista de distribución pensado por Marx, “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”, no es un principio igualitarista de distribución sino un criterio de solidaridad basado en el altruismo incondicional y la reciprocidad generalizada. En cualquier caso, una comunidad igualitaria sin libertades individuales parece más bien una contrautopía.
La consecuencia de este olvido de la libertad no es sólo la preocupante disociación entre libertad e igualdad sino una suerte de distribución de valores entre izquierda y derecha, por la cual distribución la libertad sería el principal valor de la derecha y la igualdad el de la izquierda. Así las cosas, no es de extrañar que gran parte de la filosofía política contemporánea se haya entregado –y en buena medida extraviado- en un complicado debate –en alguna medida estéril y bizantino- sobre la métrica de la igualdad, desde que Amartya Sen lanzara su célebre pregunta “¿Igualdad de qué?”.8 Es curioso constatar que de toda la batería de métricas propuestas –los recursos, las oportunidades, las capacidades, los funcionamientos- a nadie se le ocurriera proponer directamente la que siempre ha estado en la agenda republicano-democrática radical de la izquierda histórica, a saber, la libertad misma, y hacer de la igual libertad (la aequa libertas) el ideal a analizar.
Sea como fuere, la igual libertad –como decía antes- ha sido el eje central del proyecto emancipatorio de la izquierda histórica. Obviamente, no cualquier libertad, sino esencialmente la igual libertad de la opresión y la necesidad. La sociedad emancipada sería así una comunidad política (es decir, una sociedad de ciudadanos activos) en la que no hay dominadores ni dominados, sino sólo hombres y mujeres igualmente libres, con las condiciones políticamente garantizadas para desarrollar una vida digna y realizarse a sí mismos. La igual libertad de la opresión y la necesidad no exige que seamos iguales en muchos otros aspectos. No exige la igualdad de recursos, ni tampoco la igualdad de capacidades o funcionamientos. Pretender semejante igualdad sería un ejercicio absurdo y condenado al fracaso. Lo que exige la igual libertad de la opresión/necesidad son niveles de suficiencia material, garantías constitucionales y, como veremos, también límites institucionales; exige que todos tengamos un nivel suficiente de recursos, bienes e ingresos, un nivel suficiente de garantías frente a la enfermedad, frente a los golpes del azar y la fortuna, frente a la intromisión, la extorsión o la discriminación, etc., y que todos respetemos ciertos límites social-republicanos al uso de determinados bienes primarios. Que todo ello supone atacar la desigualdad, ocioso es decirlo; por ejemplo, exige la igualdad de oportunidades o la igualdad jurídica.9 Pero sobre todo supone atacar la extrema desigualdad material, esto es, la polarización social, por la cual amplias masas de la población mundial se ven condenadas a la exclusión de todos esos recursos, oportunidades y garantías mínimos, y forzadas por ello a llevar una vida miserable y sometida. Todas las propuestas interesantes que se han venido proponiendo en los últimos años (tasa Tobin, incremento fiscal de un 2% a la décima parte más rica del planeta, la renta básica de ciudadanía, la condonación de la deuda externa de los países más pobres) son medidas encaminadas a reducir o erradicar la extrema polarización del capitalismo contemporáneo, pero no tienen por objeto la igualdad como tal en ninguna de sus métricas convencionales.
Libertad y capitalismo
Armada con este principio normativo de la igual libertad de la opresión/necesidad, la izquierda, tanto la socialista de raíz republicano-democrática como la anarquista, ha sido y no puede dejar de ser una izquierda anticapitalista. Porque para esta izquierda, el capitalismo es un sistema de dominación social, es decir, un sistema donde una parte importante de la población –las clases subalternas- tiene seriamente cercenada su libertad, está sujeta a dominación, y vive –esto es- alienada. Y porque para esta izquierda el mercado capitalista es un sistema asimétrico de intercambio desigualentre grupos, pueblos y países, a resultas del cual los más vulnerables van quedando privados de sus medios de vida y desapoderados. La alienación es lo contrario de la libertad. Estar alienado, en efecto, significa ser alieni iuris, estar bajo la jurisdicción de otro, sometido a su voluntad. Para la izquierda la alienación está en el centro de la realidad cotidiana del capitalismo así como la desalienación o la emancipación humana está en el centro de su utopía. A mi entender, la izquierda del futuro tiene que ser en esto perfectamente radical y afirmar su identidad anticapitalista. Luego diré en qué precisos sentidos.
Ahora bien, el capitalismo es resistente y combatirlo o hacerle frente implica reconocer muchas cosas, pero entre ellas las tres siguientes sobre las que no suele ya insistirse demasiado.
Primera: el capitalismo genera la ilusión de la libertad, esto es, la falsa conciencia por la cual la dominación real –no reconocida en muchos casos- es voluntaria y libremente aceptada por los que la padecen. El contrato de trabajo es un contrato formalmente libre, nadie me obliga a aceptarlo, no hago más que alquilar libremente mi fuerza de trabajo, que es mía. Y sin embargo, la empresa capitalista es un espacio de dominación donde el trabajador está sometido a la ajena jurisdicción, pese a, y a través de, la libertad formal del contrato. Se trata de una ilusión muy poderosa que no sólo oculta la coacción estructural que padecen en general las clases asalariadas, unas más que otras, sino que se integra en otras propiedades del sistema capitalista como su alta complejidad, su desarrollada división del trabajo y sobre todo en la competencia generalizada, y es reforzada por ellas. Cuando uno compite en un sistema complejo, diferenciado y abierto, simplemente para ganarse la vida o prosperar, tenderá a pensar que sus logros y sus fracasos se los debe exclusivamente a su propio mérito y a su esfuerzo personal. Y comoquiera que eso del esfuerzo y el mérito son hechos reales, que efectivamente cuentan y retribuyen, el individuo tenderá a creerse íntegramente responsable de su destino social, plenamente dueño de sus propias decisiones y, por responsable, libre.
Segunda: el hecho de la competencia universal unido a la mencionada ilusión de la libertad genera una nueva ilusión, la delindividualismo idiótico o apolítico, esto es, la ilusión según la cual los problemas de los individuos tienen una solución puramente individual, no colectiva. Este individualismo hay que entenderlo dinámica o dialécticamente en el siguiente sentido: crece y decrece según crezca o decrezca la capacidad de autoorganización política de las propias fuerzas anticapitalistas. Así, por ejemplo, la atomización social de la sociedad-masa del capitalismo globalizado contemporáneo ha facilitado enormemente la ofensiva neoliberal de las últimas tres décadas que, a su vez, ha dado un giro de tuerca a esa misma atomización. Sin organización no hay resistencia colectiva, sin resistencia las élites en el poder imponen su criterio. En décadas pasadas solía hablarse del “sujeto revolucionario” y hubo grandes debates sobre si la clase obrera había dejado de serlo y sobre si había otro sujeto en la recámara para sustituirlo. A mi entender, nuncahubo un sujeto revolucionario, al menos si por tal entendemos un ente colectivo hecho y acabado, que camina cual gigante pisoteando las contradicciones del sistema y dispuesto a sacarse de su enorme chistera la nueva y feliz sociedad. No hace falta haber leído a F. Engels o a E.P. Thompson para saber que ese “sujeto” siempre fue un movimiento frágil y fluido, que hubo de formarse y construirse políticamente y que siempre fue vulnerable a sus propias tensiones internas y a todo tipo de estrategias externas de división. Y, desde luego, justo es decir en honor a la verdad que fue un gran mérito de sus dirigentes y bases que el movimiento obrero del XIX alcanzara tal punto de autoorganización y autoconciencia política que llegara a plantar cara al poder social y político de la burguesía del XIX y aun del siglo XX. Pero, insisto, ese “sujeto” no existe sino que está siempre por construir. Ahora, más lábil y evanescente que nunca, también. Sin olvidar –conviene subrayarlo- que el individualismo idiótico y la ilusión de la libertad son dos de los principales obstáculos en el camino de esa tarea de arquitectura política y de reorganización de las fuerzas de la izquierda. Pero hay más.
Tercera: no todo es alineación y dominación en el capitalismo, lo cual, por más que salte a la vista, tampoco suele reconocerlo el pensamiento de la izquierda. Pero lo cierto es que el capitalismo genera muchos espacios de libertad real. Ese mismo trabajador precario y servil en su puesto de trabajo se siente libre en otras muchas facetas de su vida: elige, compra, decide, vota, opina, piensa, lee, habla, discute, sale, entra, va y viene… Tendrá miedo a quedarse sin trabajo, a no llegar a fin de mes; habrá muchas cosas que no podrá hacer, porque carecerá de los recursos necesarios… Todo eso es cierto y es grave, pero ese mismo trabajador precario no tiene miedo a que lo encarcelen sin ton ni son, a manifestar su opinión política, a movilizarse, a la policía secreta, al chivatazo de sus vecinos, a cambiar de fe, etc. En definitiva, hay muchos espacios no imaginarios sino reales de libertad negativa en el capitalismo, de cosas que uno puede hacer sin impedimento externo, sin miedo a ser reprimido.
Y es que las sociedades capitalistas no son sólo capitalistas. Son también sociedades plurales, abiertas, diferenciadas: en definitiva, modernas. Y aunque el capitalismo –como régimen de propiedad y dominación- es compatible con sistemas cerrados y dictatoriales, lo es aún más con sistemas representativos y parlamentarios con garantías jurídico-constitucionales a los derechos de libertad individual. Con ello no hago más que constatar la evidencia histórica, a saber que modernidad y capitalismo han ido de la mano y se han alimentado mutuamente.
El eje de la modernidad
Llegados a este punto, quisiera preguntar lo siguiente. Si la izquierda es anticapitalista ¿acaso ha de ser también antimoderna y renunciar al proyecto emancipatorio que la modernidad sin duda encierra? Si, por el contrario, la izquierda sigue apostando por la modernidad, ¿debe encontrar algún acomodo con el capitalismo?
La modernidad es una realidad histórica pero también es un proyecto político-social basado en la libertad. Supone la emancipación, para empezar, de la ignorancia –recordemos el sapere aude de Kant, el gran filósofo de la modernidad: ¡“atrévete a saber”!-, y abre de par en par las puertas del conocimiento: ya no hay castas sacerdotales “letratenientes” ni biblias en latín que nadie entiende. La modernidad promete también la emancipación del yugo comunitario, del estrecho cerco de sus necesidades básicas, de la tiranía del nacimiento y la sangre, de la jerarquía social heredada y la limitación corporativa, de la estrechez aldeana de miras y de las ataduras de la tradición. Rotas todas esas cadenas, queda el individuo casi desnudo e ilimitado, solo ante sí, ante un horizonte de posibilidades de autodespliegue y autocreación, de autodesarrollo y autorrealización. Queda el individuo moderno, con su alma fáustica, dispuesto a experimentarlo todo, a conocerlo todo, a apropiárselo todo, a traspasar barreras sociales y ascender hasta lo más alto, a transformar indefinidamente el mundo –a desarrollarlo- para plegarlo a sus crecientes, ilimitadas, siempre nuevas, necesidades.10 ¿Está dispuesta la izquierda a retroceder en ese camino, a volver a encadenar la libertad individual, a cercenar las posibilidades de autodespliegue del individuo? ¿O sigue asumiendo la izquierda el proyecto emancipatorio moderno, sin reparos, pese a sus contradicciones? ¿Debe la izquierda encontrar límites y ponerle bridas a la modernidad?
Yo creo que sí, que la izquierda debe ser crítica con la modernidad y encontrarle esos límites, pues de lo contrario la modernidad misma se autodestruye. Como ya dramatizó Goethe, hay en ese afán del hombre moderno por experimentar el mundo y desarrollarlo a su antojo un elemento diabólico. El desarrollismo moderno, en efecto, desata fuerzas que pronto escapan al control humano y en su impulso creativo arrasan con lo que encuentran a su paso. No sólo destruyen así, sin piedad, la inocencia de un mundo ya perdido que sólo aspiraba a su reproducción simple sino que pierden de vista la escala humana de la misma dinámica social y acaban por crear mundos artificiales, feos y disfuncionales, en los que no se puede vivir, pero que les son impuestos a poblaciones enteras inmoladas en el altar de los pingües beneficios de las grandes corporaciones y/o de los delirios de grandeza de gobernantes estúpidos y venales.
Mas, ¿cuáles han de ser esos límites? ¿Cómo y dónde echar el freno?
A mi entender, sin renunciar al proyecto emancipatorio de la modernidad, la izquierda ha de buscar dos tipos de límites: límites cívicos al individualismo límites ecológicos al desarrollismo. Va de suyo que limitar algo no significa destruirlo. Antes al contrario, a veces la mejor manera de conservar algo es impedir, limitando sus manifestaciones, que crezca hasta volverse autodestructivo. El individualismo moderno tiene dimensiones maravillosas a las que no podemos renunciar. Tampoco sería razonable renunciar a lo que es constitutivo de la naturaleza humana, su creatividad transformadora y constructiva de mundos artificiales. El problema central de la modernidad es el desenfreno, esto es, la falta de límite del individualismo desarrollista. Así, pues, empezando por el primer tipo de límites, tarea de la izquierda es recuperar cosas que la modernidad parece haber olvidado, a saber: la obligación social frente al oportunismo individualista, el deber cívico frente a la desafección y el cinismo, la virtud frente a la idioteia y el narcisismo, en fin, el compromiso y la responsabilidad frente al nihilismo subyacente a la propia modernidad. En resumidas cuentas, la izquierda debería combatir el desenfrenado individualismo reinante, con todos sus fantasmas, y reclamar la presencia del ciudadano y su mirada política, la que apunta al bien público y no sólo al interés privado, la que deriva en acción política visible y democrática y desconfía de las manos invisibles y los mecanismos espontáneos de coordinación social tan caros al liberalismo económico, la que es capaz de controlar al poder político participando en la cosa pública en lugar de replegarse en una privacidad silenciosa y conformista. La cuestión es cómo: ¿cómo devolver el protagonismo al ciudadano y ponerlo en el centro de la vida pública, máxime cuando el capitalismo, de la mano de la competencia y sus libertades negativas, genera la ilusión –y la patología- del individualismo idiótico?
Además, ¿de qué ciudadano debemos hablar en el siglo XXI? Ciudadano viene de ciudad y, aunque no se advierte demasiado, es lo cierto que la globalización está suponiendo la remunicipalización del planeta. Mas la nueva centralidad de las ciudades no es la de la antigüedad mediterránea, ni la de Medievo, en las que resurge y se transforma el viejo ideal republicano de ciudadanía forjado por Grecia y Roma. Es más bien un escenario de gigantismo municipal, de megaciudades-región a una escala desconocida en el registro histórico. ¿Qué piensa la izquierda de este proceso de hiperconcentración urbana? ¿Tiene la izquierda un modelo de megacuidades-región para el siglo XXI? ¿Cuál es su modelo de desarrollo urbano? ¿Está más cerca del de un Robert Moses en Nueva York o de su gran oponente, la Jane Jacobs que defendía la barriada con todo su caudal de capital social? ¿Está por el hormigón o por la calle de nuestra infancia y la tienda de la esquina? ¿Apuesta por la velocidad de la vía rápida o por la comunidad y la cercanía del vecino? ¿Cómo devolver la escala humana al desarrollismo heredado? Por otro lado, hoy más que nunca el mundo es un sistema complejísimo de interdependencias globales, hasta tal punto que ya no se puede hablar de espacios públicos locales. Al contrario, muchos de los problemas locales son en realidad derivaciones de un espacio público planetario y por lo tanto sólo admiten soluciones globales. Esta aldea global parece reclamar más que nunca ciudadanos del mundo capaces de hacer suyos problemas de toda la humanidad. Éste es, sin duda, otro de los grandes retos de la izquierda: vertebrar una ciudadanía planetaria, cosmopolita, construir una sociedad civil transnacional capaz de hacer frente al proceso creciente de concentración oligopólica del poder económico a escala mundial y de armar la necesaria contra-hegemonía en el seno de la opinión pública global. Tarea sin duda de dimensiones titánicas.
Ahora bien, ese ciudadano de nuevo cuño, si ha de cobrar el debido protagonismo, no sólo debe cuidarse de la ciudad, esto es, del espacio público-político, por amplio que sea. En realidad, y vamos al segundo tipo de límites –los ecológicos-, la ciudad y la política tienen su alteridad. A eso que está más allá (o más acá) de la política los griegos lo llamaban physis. Las leyes de la ciudad constituían el nomos frente a las leyes de la naturaleza que constituían la physisEsta dicotomía sigue vigente, por supuesto, y conviene decir que la naturaleza no sólo es el suelo sobre el que el hombre ha construido su mundo social. Al hacerlo, además, el hombre no ha dejado de transformar la naturaleza para adaptarla a sus necesidades. A decir verdad, no pudo ser de otra forma: la ciencia y la técnica son los colmillos y las garras con las que hemos aprendido a sobrevivir como especie. Pero de la misma manera que el mal ciudadano –el idiotés- explota y corrompe a su ciudad, se beneficia de forma oportunista del sacrificio de otros, también el homo faber ha llegado a sacrificar el esfuerzo de millones de años de dura selección natural a proyectos miopes de desarrollo repletos de efectos perversos a menudo irreversibles. La racionalidad instrumental sin la cual el hombre no se entiende a sí mismo se ha vuelto contra el propio hombre y ha levantado una devastadora lógica de la dominación que amenaza la viabilidad misma de la especie.
No cabe duda: hoy ya no podemos seguir viendo la naturaleza sólo con los ojos fríos y desencantados –modernos- de la ciencia y la técnica. Me atrevería a decir –y ello es urgente- que hay que volver a ungir a la naturaleza de misterio, de magia, de religiosidad. Y descubrir un nuevo modo –si se quiere, poético- de mirarla y relacionarse con ella. La biología evolucionaria puede explicar la precisa funcionalidad de un órgano, pero no la belleza del organismo. El árbol produce oxígeno, pero esa utilidad –vital para el hombre- no es la única justificación del árbol: además, es bello. Tal vez mirando a la naturaleza poéticamente –más allá de su utilidad y su función- seamos capaces de cultivar una verdadera conciencia ecológica. Como bien entendió Kant, el juicio estético es un juicio desinteresado; dicho de otra forma: cuando contemplamos la belleza en lo último que pensamos es en aprovecharnos de ella. Al contrario, la queremos por ella misma y deseamos que se quede intacta, tal como está, eternamente, pues cualquier intromisión o modificación la destruiría. Pese a las críticas de Nietzsche, tan influyentes, creo que Kant estaba en lo cierto al desligar el gusto por lo bello del interés de la voluntad.11 Y desde luego, mirando a la naturaleza no sólo como el resultado ciego y acumulativo del azar y la necesidad o como materia y energía susceptibles de ser utilizadas en nuestro beneficio, sino además como obra de arte, le devolveremos el “aura” que la ciencia y la técnica le han arrebatado, captaremos su absoluta singularidad y –como querría Benjamin- la contemplaremos como la “manifestación irrepetible de una lejanía”.12 Sólo así, siempre a la distancia estética, podríamos hacerla objeto de culto, y estaríamos en mejor situación de preservarla. Sea como fuere, con una estética subyacente o sin ella, parece claro que si la globalización pide ciudadanos del mundo y una cultura cosmopolita, ese concepto de mundo habrá de incluir al mundo natural, a la physis. La reconciliación no sólo debe ser la del hombre con su (cosmo)polis. Ha de ser más profunda: ha de ser también la del ciudadano con la tierra.
Cabe preguntarse, sin embargo, si el capitalismo es compatible con una estética contemplativa y con una verdadera conciencia ecológica. W. Sombart, en un texto memorable, expresaba elocuentemente sus dudas sobre la primera pregunta:
“la vida en un ambiente capitalista acostumbra al espíritu… a aquilatar también el valor de las cosas que se sitúan fuera de la esfera económica; esto quiere decir, a valorar las cosas y las personas midiéndolas con su valor pecuniario…De esta manera, respecto a las cosas se pierde el sentido de lo que sencillamente es bello sin más, de aquello que es solamente la perfección de la forma, es decir, el sentido artístico propiamente dicho, que ni se puede cuantificar ni pesar ni medir”.13
Así, sigue argumentando Sombart, el valor se convierte en precio, que es medible, la grandeza (greatness) se confunde con lo grande (bigness) y el éxito se ve reducido a riqueza contante y sonante: “Tener éxito –sigue diciendo- significa siempre adelantarse a otros, ser más, rendir más, tener más que otros, “ser más grande”. Por su naturaleza se valora más el éxito de aquel tipo que se puede expresar en números: es decir, la riqueza”.14 Esta filosofía cuantitativista no hace sino meterle presión competitiva al individuo, sacándolo de sí, e impide que rija su vida por el ideal de “la armonía de una personalidad centrada en sí misma”; bien al contrario, lo empuja a una vida de incesante autosuperación alimentada por una ambición “sin límite”.15 El espíritu del capitalismo no parece, pues, muy amigo de la contemplación estética; como diría Brecht, el hombre del capitalismo mira a la naturaleza con impaciencia.16
Pero hay más palos capitalistas –o modernistas- puestos en la rueda de la conciencia ecológica. En especial uno que tiene que ver ya no con las leyes de la economía sino con las de la energía. En efecto, la economía capitalista es un sistema termodinámico abierto basado en la masiva utilización de recursos no renovables y la no menos masiva emisión de residuos no reabsorbidos, sin cálculo alguno del llamado “coste físico de reposición”.17 Como tal sistema termodinámico, está sometido a la ley de la entropía y es temporalmente insostenible. Cualquier proyecto serio de reformas encaminadas a recuperar la sostenibilidad económica de nuestras sociedades industriales implicaría un cambio radical en el modo de vida occidental, basado en el confort y el consumismo, a su vez, basados en un acceso muy desigual a recursos limitados muy desigualmente apropiados y repartidos. Una reorientación ecológica de la economía moderna que tenga en cuenta su dimensión física y termodinámica –en la tradición “bioeconómica” iniciada por el gran Georgescu-Roegen18- es tan necesaria como seguramente irrealizable pues supone la renuncia a las señas de identidad mismas de la civilización industrial capitalista. Y tal vez no estemos dispuestos a semejante sacrifico o no sepamos cómo ejecutarlo. Pese a la sobrecogedora ironía con que lo dice, tal vez tenga razón el propio Roegen:
“Quizá el destino del hombre sea tener una vida corta pero ardiente, excitante y extravagante en vez de una existencia larga, sosa y vegetativa. Dejemos que otras especies –las amebas, por ejemplo, que no tienen ambiciones espirituales- hereden una tierra todavía bañada por un sol abundante.”19
Límites social-republicanos a la propiedad
Si analizamos pues críticamente el capitalismo como modelo de desarrollo, con mirada estética o sin ella, se deduce la necesidad de una política de límites bioeconómicos al crecimiento. Es una cuestión de pura racionalidad estratégica global. Ahora bien, el capitalismo no es sólo un modelo de desarrollo; es también, ya lo sabemos, un modelo de dominación social que arraiga en la estructura de la propiedad, en sus esquemas de distribución asimétrica, en sus sistemas mercantilizados de intercambio y asignación, y en sus pautas de acumulación. Entre otras “grandes transformaciones”, lo que el capitalismo ha hecho a lo largo de su joven historia moderna y contemporánea ha sido mercantilizar –esto es, convertir en mercancía- determinados bienes primarios que –al menos desde una perspectiva republicana- son esenciales para construir una identidad cívica, para dotar –esto es- a la condición de ciudadanía de un contenido material sustantivo. Son bienes cívico-constituyentes. Así ocurre, principalmente, con la vivienda, con el trabajo y con el capital mismo. En el capitalismo estos bienes han sido entregados al mercado y su uso apenas conoce límites a su enajenabilidad o a su acumulabilidad. Pues bien, una política anticapitalista de izquierdas, a mi juicio, debe buscar el modo de imponer justamente esos límites social-republicanos al uso de aquellos bienes, y desmercantilizarlos en la medida de lo razonablemente posible.20
La vivienda –el oikos- es un bien fundamental para la vida humana. Es el lugar de residencia, espacio de intimidad individual y familiar pero a la vez centro de gravedad de una geografía comunitaria donde el individuo construye sus vínculos vecinales más cercanos. En esa geografía está el barrio, el distrito, la circunscripción, y allí está la escuela, la asociación de vecinos, el mercado –el ágora-, la calle, la iglesia, el centro de salud, la agrupación del partido, etc. En esa geografía votamos, compramos, paseamos, charlamos, comentamos. La vivienda es la célula de ese pequeño pero complejo organismo social, y ha de quedar fijada, esto es, protegida de la esfera de la circulación comercial. La propiedad inmobiliaria consigue ese fin, dota de seguridad al individuo y hace a cada ciudadano un “demandante residual” de la riqueza comunitaria. Para el republicanismo, la vivienda tiene un significado cívico-político: significa un espacio físico seguro en la comunidad, no una mercancía cuyo valor está definido en un mercado impersonal. Así, todos los programas orientados a restringir la acumulabilidad y la capitalización de la vivienda tiene un fundamento social-republicano: alquileres de renta limitada, propiedad inmobiliaria con limitaciones sobre las plusvalías, limitación de los derechos de los acreedores sobre la vivienda del deudor (si es primera residencia), incremento de la presión fiscal sobre segundas viviendas vacías y cerradas. Etc. Desde un punto de vista social-republicano, la vivienda es un bien primario, que ha de ser universalizable como bien seguro y protegido de las disolventes leyes del mercado inmobiliario, que dejan sin techo a los grupos económicamente más vulnerables e incrementan artificialmente los costes hipotecarios, en beneficio de unos pocos, de la población en su conjunto. El que cada ciudadano posea un lugar seguro de residencia no puede depender sólo de un incierto y caprichoso mercado, o de los inciertos ingresos salariales de los ciudadanos, sino que tiene que implicar una activa política social-republicana de la vivienda.
Lo mismo ocurre con otros derechos de propiedad cruciales, cuales son los derechos de propiedad sobre el capital o sobre eltrabajo. En efecto, hay formatos de empresa que congenian bien con los parámetros desmercantilizadores republicanos aquí propuestos. En concreto, la empresa cooperativa –ya se organice según el modelo yugoslavo o según el más flexible modelo Mondragón- impone restricciones decisivas a la acumulación y a la transferencia de activos o acciones por parte del miembro o socio, y también impone restricciones sobre el control y la distribución de beneficios residuales. Por lo común, el miembro de una cooperativa de producción ha de revender sus acciones a la empresa o dar a la empresa opciones de compra o derechos de veto o aprobación respecto de la transferencia de esas acciones. A su vez, los miembros y sólo los miembros son los demandantes residuales de las ganancias de la empresa, y nunca tienen una libertad irrestricta para enajenar sus derechos de pertenencia. A cambio de esas restricciones, el trabajador está protegido de la explotación y dominación capitalista, y de las incertidumbres e inseguridades de un mercado de trabajo que puede llegar a ser cruel.
El trabajo asalariado mismo también puede entenderse desde esta filosofía social-republicana y considerarlo un bien fundamental del trabajador que debe estar protegido de la lógica disolvente del mercado. De hecho, toda la normativa sobre rescisión de contratos por “causa justificada” tiene su fundamento en esa filosofía. El empresario no tiene una libertad irrestricta para despedir al trabajador a su antojo. Los costes asociados al despido también son mecanismos social-republicanos de protección del trabajo como un bien con características cercanas a la propiedad. Lo mismo ocurre con la representación de los trabajadores y la posesión de derechos de voto en el comité de dirección de la empresa, cuando se da el caso. Entre la mercantilización plena de la relación salarial y su constitucionalización en sentido social-republicano como un derecho de propiedad sobre el trabajo hay un continuum cuya solución de continuidad está siempre políticamente determinada según la correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo, según el ciclo económico, según las políticas públicas de empleo, según el nivel de servicios asistenciales, etc. Es algo que estamos viviendo a diario.
La paradoja del argumento aquí defendido
Empezamos subrayando la centralidad para la izquierda del ideal de la libertad, y nos revolvimos contra su olvido. Sin embargo, según avanzaba el argumento, no hacíamos otra cosa que reclamar límites y más límites. La paradoja es que esos límites, en última instancia, son límites a la libertad individual, a la libertad de uso de determinados bienes, impidiendo por ejemplo venderlos o acumularlos o permitiéndolo bajo determinadas condiciones; límites al crecimiento, que sin duda supondrían innumerables cortapisas a la libertad de acción y elección. La restricción de la libertad individual en nombre de la propia libertad es una de las paradojas centrales de la teoría política republicana y toca cuestiones complejas como las de la naturaleza de la ley, la legitimidad democrática o el principio de soberanía. En este texto no hay ya lugar para desarrollar estos temas. Pero sí diré que la única salida posible a esta paradoja de la aequa libertas está en el punto de equilibrio en el que una comunidad política decide democráticamente poner límites a su propia capacidad de limitar las libertades individuales. Ese punto de equilibrio es inestable, sí, pero la aproximación a él ha de ser uno de los desiderata fundamentales de toda comunidad democrática que se tome realmente en serio la igual libertad de todos. El ideal regulativo que ha de guiar la búsqueda de ese equilibrio no puede ser otro que el de la justicia social: la justicia guiará el ejercicio de la soberanía democrática, dará legitimidad al proceso legislativo y hará que la ley sea expresión de lo universal. Los clásicos hicieron de la justicia una de las cuatro virtudes cardinales; y Rawls la convierte en la primera virtud de la sociedad bien ordenada. El problema es que la justicia no está dada, sino que hay que construirla teóricamente, y hay tantos modelos de justicia como teorías de la justicia. Pues bien, la izquierda debe entrar en ese debate y optar. Una pista: una de las teorías de la justicia más potentes y avanzadas jamás propuesta –la de John Rawls- da primacía a las libertades básicas, no cuenta los derechos de propiedad de los medios de producción entre dichas libertades básicas, y –un detalle no menor- es neta, manifiesta y radicalmente anticapitalista.
NOTAS
 Agradezco a A. Greppi, J. Álvarez, F. Aguiar, J. Sola, I. Campillo, C. Fdez. Liria y J. A. Noguera, sus estimulantes comentarios a una versión previa de este artículo. Huelga decir que sólo yo soy responsable de los desaciertos que resten.
* A. de Francisco es profesor en la UCM.
1 Jerry Mander es el Director del International Forum on Globalization. Las 7 grandes son: Walt Disney Company, News Corporation, Time Warner, Sony, Bertelsmann, Viacom y General Electric.
2 Es verdad que hay un grado notable de pluralismo informativo aun en los medios convencionales de comunicación de masas, pero la distribución de contenidos responde a una curva normal en la que los programas de máxima audiencia y gran parte de la basura televisiva más el grueso de la publicidad se agrupan en torno a la moda, mientras que los programas más críticos, reflexivos, culturales o “alternativos” se dispersan en los minoritarios márgenes de la curva. Harvard tenía a su “izquierdista”, John Rawls, como el MIT tiene al suyo, Noam Chomsky, todavía más radical. Pero todos sabemos la extraordinaria función objetiva que cumplen Harvard y el MIT como instituciones en la reproducción del capitalismo norteamericano, nutriendo a sus élites dirigentes y reproduciendo valores concretos, como los de logro, competitividad e individualismo.
3 Cfr. R. Wilkinson y k. Pickett (2009), Desigualdad, Un análisis de la (in)felicidad colectiva, Madrid: Turner.
4 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, cap. lviii.
5 Además de los hechos denunciados, por ejemplo, en el informe 2009 de Human Rights Watch, creo que la izquierda debería evaluar crítica y desprejuiciadamente si –y hasta qué punto- la institución del partido único (el PCC) supraordina y pervierte las estructuras asamblearias –parcialmente asimilables al modelo de la Comuna de París- del poder político en Cuba. Es una cuestión, a mi entender, decisiva.
6 Es cierto que un proceso de cambio social profundo, como el emprendido en Venezuela desde 1999, exige un fuerte liderazgo, incluso carismático. El problema de semejante liderazgo, empero, no es el líder en sí, sino el “séquito” que lo acompaña y que aspira a heredar su poder en lo que Max Weber denominó la rutinización del carisma, la cual suele desembocar en un tipo de dominación –la burocrática- tan celosa de sí misma que perseguirá su autoperpetuación aun a costa de traicionar los logros revolucionarios y de enterrar sus ilusiones.
7 Cfr. G.A. Cohen, “Vuelta a los principios socialistas”, en R. Gargarella y Félix Ovejero, comps. (2001), Razones para el socialismo, Barcelona: Paidós, pp. 153-170.
8 A. Sen (1980), “Equality of What?” , The Tanner Lectures on Human Values , Vol. 1, Cambridge, Mass.: Cambridge University Press.
9 Sin que ello impida acciones afirmativas o la asignación de derechos especiales a determinadas minorías o a determinados grupos de vulnerabilidad.
10 Cfr. M. Berman (1982), All that is Solid Melts into Air , Londres: Penguin.
11 Cfr. F. Nietzsche (1983), La genealogía de la moral, III, 6, Madrid: Alianza, pp. 120-123.
12 Cfr. W. Benjamín (1936), “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, epígrafe 3, en Discursos Interrumpidos, I, Buenos Aires: Taurus, 1989.
13 W. Sombart (2009), ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos?, Madrid. Capitan Swing Libros., pp. 42-43.
14 Op. cit., pp.44-45.
15 Op. cit., pp.46.
16 Véase el poema “A los hombres del futuro” del libro Historias de almanaque (1939).
17 Al respecto, vid. J. M. Naredo (2007), Raíces económicas del deterioro ecológico y social, Madrid: Siglo XXI, cap. 4.
18 Véase, Nicholas Georgescu-Roegen (1996), La ley de la entropía y el proceso económico, Madrid: Argentaria-Visor.
19 N. Georgescu-Roegen (1976), “Energy and Economic Myths,” Energy and Economic Myths, New York: Permagon Press, 3-36, pág. 35 (cit. por John Gowdy y Susan Mesneror, “ The Evolution of Georgescu-Roegen’s Bioeconomics”, Review of Social Economy, vol. LVI, No. 2, Summer 1998.
20 Cfr. W.H. Simon, “Social-Republican property”, UCLA Law Review , 1991, 38: 1335-1413. La fórmula del texto “en la medida de los razonablemente posible” encierra dificultades evidentes y deja la cuestión abierta. En efecto, ni todo lo razonable (o deseable) es posible ni todo lo posible tiene por qué ser razonable o deseable. A la vez, la cuestión queda abierta porque el equilibrio entre lo deseable y lo razonable es un equilibrio en última instancia político en el que se dirimen no sólo cuestiones de factibilidad sino de eficiencia y también de justicia.